Tengo presente la hilaridad con la que Juan Manuel Santos explica, en una asamblea de la SIP, por qué no se ha referido a la Venezuela de Hugo Chávez en su intervención inicial y al hablar sobre su gestión. Con ello titula el diario El Nacional de Caracas: ¡Ah, mi nuevo mejor amigo!
Nunca he tenido claridad, hasta ahora, acerca del giro sobre su relación con la dictadura marxista y militarista que rige en nuestro país. Fue acre como ministro de defensa del presidente Álvaro Uribe, sin que ello signifique que éste no hubiese medido su corrección de comportamiento como mandatario. Tanto que le escuche decir a éste, conversando sobre el deterioro democrático que sufríamos los venezolanos: “Una cosa es lo que piensa Uribe -ustedes lo saben- y otra las obligaciones de representación nacional del Presidente de Colombia.
Lo que sí sé es que la relación del régimen bolivariano con la guerrilla vecina viene de muy atrás. Desde antes de que Chávez asumiese el poder por la heterodoxa -para él- vía electoral; a cuyo efecto se hace del apoyo de aquélla -incluido el ELN- buscando apuntalarse en la zona fronteriza. Más tarde le paga con creces.
Seis meses luego de iniciado su gobierno y en plena jornada constituyente, Chávez pacta con las FARC un modus vivendi. La ayuda en su lucha armada contra el gobierno de Bogotá. El arreglo, documentado, implica el uso de territorio venezolano como aliviadero, el acceso a mecanismos de lavado de dineros bajo el nombre de banca de los pobres, el suministro de asistencia, con una sola condición, no adoctrinar ni entrenar a venezolanos sin la previa autorización y el concurso suyos.
Años después los gobiernos miembros de la OEA se niegan a debatir al respecto, a pesar del pedido de Uribe, por cómplices del silencio; siendo una realidad palmaria la simbiosis entre el régimen de Caracas y la narco-guerrilla vecina. Tanto que Chávez, desde el solio parlamentario y en mensajes que dirige a la nación, reconoce el estatuto de beligerancia de las FARC y les presta, efectivamente, el territorio nacional para su uso como madriguera de terroristas. Hasta los guerrilleros votan en las elecciones nuestras. Y eso, ¿qué duda cabe?, lo sabía el hoy presidente Santos.
Por ende, la razón de su cambio de perspectiva, al apenas inaugurarse su administración, no es tanto la cuestión de la deuda pendiente de Venezuela con empresarios colombianos, argüida por sus diplomáticos, como el ser consciente de que la negociación de paz que ya se proponía pasaba, obligatoriamente, por el Palacio de Miraflores.
No me detendré en consideraciones acerca de lo que más preocupa a los colombianos y han de decidir soberanamente mediante un voto referendario, como lo es su ferviente deseo de paz y la cuestión de la rebatiña de impunidad que supondrían los acuerdos con las FARC firmados en La Habana y refrendados en Cartagena. Allí están, como ejemplos, las experiencias centroamericanas y las del Cono Sur, en materia de leyes de perdón y punto final. Al cabo, la comunidad internacional es como las prostitutas: cambian de cliente según la ocasión y no se enamoran. Así que dejemos la cuestión para después, si nos alcanza la vida.
Lo predecible, aquí sí, es el comportamiento político que, dentro de la democracia neogranadina, se espera de los miembros pacificados de la guerrilla. Siguen siendo marxistas militantes y vienen de la vertiente tropical más radical. No por azar la meca de éstos es La Habana.
¿No ilustran, de modo suficiente, las realidades de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, con la sola excepción del gobierno uruguayo del presidente Mujica?
El socialismo del siglo XXI -parque jurásico del siglo XIX y XX, pero a ritmo digital- llega al poder y usa a la democracia para vaciarla de contenidos. Y con opípara desmesura explota al capitalismo -a fin de hacer capitalistas a sus áulicos leales, no a los otros- para después enterrarlo y predicar contra la globalización.
Todos a uno, no solo Nicolás Maduro o Diosdado Cabello, son pícaros como el zorro de Goethe -Reineke- y le cantan loas a la paz para mañana repetir como Chávez que la revolución es pacífica, pero armada.
Los venezolanos bien sabemos el costo en vidas e integridades humanas que tiene cualquier intento para desalojar del poder a los discípulos de los hermanos Castro. No creen en la alternabilidad democrática y la regla sigue siendo la de siempre, el fin justifica los medios. Si no, observen el tono desafiante de Lula da Silva y Dilma Roussef, cuando la Justicia brasileña, como en toda democracia que se respete, busca poner en práctica el principio de la responsabilidad y realizar juicios de residencia.
Aun así, le deseo lo mejor a Colombia y de corazón espero logre el sueño de la paz.