Los nombres de Esperanza

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Dedicado a la Negra Villasmil y a Camilita
Esperanza no es solo uno de esos sinónimos de la fe, tampoco de la certeza, mucho menos de la seguridad, el convencimiento, la confianza y la convicción.

Esperanza, por duro que nos aseste, igualmentees el apelativo de una joven que entre otras cosas, es madre soltera, protege tres hijos menores, faena como institutriz y está padeciendo de hambre con su gente debido a la escasez alimenticia, a la penuria extrema por un sueldo miserable y a la gestión de una política que solo se comisiona a retenerla en la necesidad. Almuerza a duras penas y nota con ansia cómo sus niños se van al lecho con un té de manzanilla y la promesa de un platillo retardado que jamás acaba de servirse. En su perverso oscilar se persuade que es cosa de un tiempito, que la cosa va a cambiar, que tendrá que variar de aires, que la saña de un estómago agraviado es una insubordinación que tendrá que destituir de su desaliento.

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Somos lo que hacemos, oyó de un vecino. Desde joven había atendido esa frase que tanto significó en su vida. La vasta desidia, la existencia dura y la corrupción administrativa triangularon arropando su cotidianidad. Sabe que una madre no tiene la opción de fallar, no debe conceder, caerá con las botas puestas, morirá en el pujo, y ¿es que acaso ir educando a los descendientes del valle no lo merece? ¿Tiene o no derechos? El rosario de famélicos tras ella prestando cola por una sobra ocasional se pauta en la exclusión, y no da tregua. No sabe si partirá a recibir algo que logrará matar la apetencia, y a pesar de eso, las piernas se estancan como pértigas en un pedernal de pavimento. ¡Caray!, no hay derecho, rumia, pero tripula cegata hacia una costa donde se precipitará sin compensación. Para ella, y los que la escoltan, la subsistencia es una ruleta rusa irrigada de plomos.

Esperanza entiende de sacar cuenta. Ninguna le da, ninguna le alcanza. Por donde le ponga cifras le faltan dígitos, las monedas trenzan su danza de las horas, y el hambre tras su envés, la hostiga en las aulas, en la ducha, al momento en que pernocta y la contrariedad infaliblemente la sacude. Lo grande de ella no es la fe, es el carácter con que insiste cuando toma el autobús donde a menudo la delincuencia atraca a sus usuarios; hace poco su vecino lo acabaron a disparos por una riña de drogas sin que ninguno pestañara. La muerte también es otro transeúnte frecuente. Un trágico perseguido pagando peaje al más allá. Recuerda a su tata cuando citaba a Rousseau: «El hombre nace libre y por donde quiera está encadenado».

Esperanza tiene familia en Cali. Como muchos ha estimado huir de esta inmolación. Por maestra está al corriente del fracaso de la clase rectora de ambos partidos. El quebranto es continuamente para la multitud. Fantasea con el revocatorio antes que le supriman su derecho a existir naturalmente, a comer sus tres veces al día, a levantarse con la aurora, y a imaginar con amor a sus hijos por un futuro superior que por ahora desaparece en el calor de una almohada empañada de sudor y un apetito que no le renuncia jamás.

Esperanza es el típico ejemplo de una mujer valerosa, a pesar de saber que «no todo sucede para bien, en el mejor de los mundos posibles», una lección de intrepidez a la que debemos ponerle provecho, una vecina que con empeño y valor hace lo que los políticos no han sabido por su país. Uno de veras, con trabajo, salud, seguridad, abastos y ganas de salir adelante por la única razón que guía el sentido común que es hacer lo correcto y por el bien de todos. Esperanza donó toda su cátedra de soporte, tan solo profesando con el ejemplo… La verdadera ciudadanía que necesitamos reubica inquebrantable el nombre de Esperanza.
Marcantonio Faillace Carreño

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