A propósito de la novela El Refugio del Miedo
La ciudad de Carora fue fundada dos veces y sus dos fundadores se llamaban Juan. En el año 1569 la fundó Juan del Thejo, pero ante el ataque incesante de las comunidades indígenas, huyeron con el poblado hacia otro lugar y entonces, en 1572, Juan de Salamanca, encabezó la segunda fundación.
La ciudad se llamó Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora, y las casas originales levantadas por los colonizadores están todavía ahí, recibiendo el solazo y conservando en la penumbra interior la frescura de los techos de teja y de las gruesas paredes de argamasa y ladrillo. Los fantasmas de aquellos pobladores europeos se alojaron en libros, en canciones y en leyendas.
Al llegar los españoles a ese territorio encontraron a los achaguas y a los caquetíos viviendo del cultivo: todo lo que sembraban y cosechaban lo repartían entre ambos pueblos.
Lo insólito es que los achaguas adoraban al sol, pero los caquetíos le rendían culto al diablo y se comunicaban con él a través de sus sacerdotes. Nadie ha explicado con claridad cómo llegó el diablo hasta las chozas de los caquetíos. Pero de ahí quizá viene la exclamación que tanto usan los caroreños: ¡diablos!
Desde la esencia de ese espíritu de misterios y realidades vienen los libros de Juan Páez Ávila. He ahí al otro Juan, el que realiza en cada página que escribe, la tercera fundación de Carora. Aunque él la llama Carohana. Y se dedica a retratar personajes y a describir existencias, que han tenido como origen, relación o destino la ciudad de Carora.
Juan Páez Ávila escribió esta vez una novela que trata de un modo directo los temas de la corrupción, el narcotráfico y los atentados permanentes contra la libertad de expresión que dichos males generan. Todo ocurre en un país que se llama Carohana, una nación ficticia que sin embargo se desenvuelve dramáticamente en la crudeza de una realidad que es la misma realidad aterradora que consume a varios países verdaderos.
Sé que me quedo corto cuando digo “varios”. Y estoy consciente de que Juan Páez Ávila se vale de su ficticia Carohana para retratar a Venezuela. Podría decirse que esta novela, desde el principio al final, es un testimonio político y social del tiempo presente. En el fondo, deja ver lo que Páez Ávila ha venido haciendo con sus novelas: reflejar lo que acontece y sucede; hacer una radiografía de esta época, una interpretación de este tiempo. Un perfil constante de los seres humanos que conforman la sociedad de tan agitada y peligrosa temporada.
Juan Páez Ávila dirigió la Escuela de Periodismo de la UCV y aunque se jubiló como docente, jamás ha abandonado su afán de comunicador comprometido con la historia. Me parece que en esta novela que hoy presentamos, ha desatado sus juveniles ganas de reportear.
Desde que ganó el concurso de cuentos de El Nacional con Atarigua III, Juan Páez Ávila ha estado enganchado con los sutiles encantos de existir en ese territorio que es el estado Lara, pero más concentrado en Carora. Es un caroreño que se vino a Caracas pero a través de la escritura se quedó en su pueblo, en La Otra Banda; tierra agrietada, sombras olorosas a cují, casas de barro, pichones y tejas.
Ya se sabe que Juan se convirtió en periodista y en escritor el día que se bajó de su caballo. Su hermano había sido designado para estudiar en Caracas. Un caluroso domingo Juan Páez estaba en la pista de coleo tratando de tumbar a una desdichada novilla para que las muchachas lo aplaudieran y lo premiaran. Entonces escuchó la voz de su hermano desde la empalizada donde se colgaba el gentío: “Aquí estoy, Juan. Regresé a lo mío. Préstame tu caballo”. Juan se bajó del caballo y su hermano se lanzó por el medio de la pista de coleo feliz y en lo suyo. Juan agarró y se fue. Su siguiente caballo fue un pupitre.
Y después del pupitre, se dio cuenta de que lo dicho por Martí era sumamente importante para su existencia: “La lengua es jinete del pensamiento y no su caballo”.
Y todo lo que pensaba lo escribía. Hasta que llegamos a este lugar, en este día. Con este sol que también, con toda certeza, está acariciando el ronroneo de las tortolitas de Carora.