#Opinión Kibbeh y amores para más de doce

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“Igualito al hommosde mi mamá… Pero al relleno del kibbeh le falta cebolla”, dijo mi estrictísimo tío Edgar.  Y aunque eso implique unas lágrimas extras al cortarle las alas a una cebolla antipática, el piropo de que mi sazón pueda parecerse a la de Nayibe me levantó el ego culinario algunos escalones.

Definitivamente los platos quedan mejores si hay con quién compartirlos, y eso me lo chismearon mis genes libaneses.  Llegar a casa de mis abuelos paternos era encontrarse de frente a Brahim (o Abraham, como cambiaron su nombre al llegar a América) y a Nayibe con sendas bandejas de distintas marcas de cigarrillos una y mil ricuras de comer la otra.

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Donde comen doce, comen quién sabe cuántos más, pero no es solo sentarse a comer. Yo, por ser muy pequeña entonces, no viví la experiencia de cocinar junto a mi abuela. Sin embargo, mi madre sí la vivió muy de cerca, y los secretos amorosos –y hasta a veces, regañones- que absorbió cual esponja de su suegra, me los pasó a mí cuando se dio cuenta de que yo había heredado su amor por las ollas y los sartenes, además de las letras, la guitarra y sus facciones. La cocina ha sido nuestro mejor lenguaje de comunicación y no me alcanzará la vida para agradecérselo.

El orden de los ingredientes del hommoso el babaganoush, el hilo de aceite que lentamente arma la emulsión, las ocho cucharadas exactas de jugo de limón… Ese cuidado, esa cadencia, ese rito construyen el respeto hacia el plato y quien lo va a comer. “Al perejil le quitas los tallos porque si no, sabe a ñema”, oigo la voz que retumba en mi cabeza cuando un tallo travieso se me cuela en el taboule.  La clave del kibbehes la perseverancia y la paciencia, o sea, el amasado, y si lo quieres crudo, manténle el color rojizo con unos cubos de hielo. La sensación de amasar la carne fría con trigo, cebolla, hierbabuena y aceite de oliva predice mi placer al contemplar el gusto de quien lo come, y es que, como Nayibe, yo prefiero sentarme a mirar a la gente comer lo que les he preparado antes de comer yo. A veces me basta y me sobra con mirar, y eso quizá le convenga a mis kilillos de más.

Entre el punto perfecto de la cebolla caramelizada para el reeshta o la trampita de agua y harina para el makaroonthum, me empapé también de los secretos de una señora india (no hindú, porque era cristiana), mamá de mi roommate Suja, en Baltimore, que me enseño a preparar distintos tipos de curry tan ricos y elegantes como los saris que usaba a diario. La recuerdo, muerta de risa y con su mal inglés,ayudándome a ponerme uno verde esmeralda, y cómo me mareé de tanto dar vueltas. El olor del clavo y el cardamomo también me marean así, como al ponerme el sari, pero he aprendido a calibrarlos en un buen biryani, untikkimasala o en el cremoso palakpanneer.

Sé que muchos lectores, descendientes de inmigrantes, verán las memorias de sus corazones reflejadas en estas líneas, y es que la señora Varghese –la mamá de mi roomate en Baltimore- y mi abuela Nayibe, expulsadas de sus países heridos de guerra, fueron mujeres que no solo portaron su infancia, su vida y sus amores en una humilde maleta; portaron también su cultura familiar y gastronómica, y su canal de diseminación fue el puro y sencillo amor al alimentar a sus hijos y amigos de la casa, no Gourmet Channel ni las redes sociales.

Adoro portar las suyas que he vuelto mías a punta de cariño; adoro ser mujer y nutrir de mi vida a  pesar de no ser madre; adoro poner una mesa rica de detalles y complacencias aunque los platos sean de los blancos Corelle y los cubiertos de Ikea.Sajtein, decía Nayibe, pero el mejor provecho era para ella.

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