La dictadura en su desnudez y el desafío de la unidad

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Vistos los años transcurridos desde la entronización hasta el despido de Hugo Chávez -ahora hecho estatua de bronce frío, símbolo de la opresión venezolana y que ha de durar mientras ésta dura, mordaz testimonio en el sitio que humilla y hace correr a su heredero al golpe de las ollas vacías por la hambruna, en la Isla de Margarita- se observa, claramente, que muerto aquél también muere su habilidosa ficción democrática. Se derrumba su régimen de la mentira, el Socialismo del siglo XXI.

Beneficiario de la manipulación posdemocrática -a saber, su afirmación como líder mediante el uso exponencial de la tecnología mediática y su propaganda instantánea- explota su tiempo dionisíaco apalancado sobre una manida legitimidad electoral. No hay elección que pierda. El argumento mayoritario le basta para encubrir violaciones sistemáticas de derechos humanos y alteraciones graves del orden constitucional que provoca sin miramientos, con la complicidad de gobernantes extranjeros envidiosos con el inédito espectáculo.

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Lo cierto y veraz es que ni Chávez ni Nicolás Maduro, su causahabiente, menos los “montesinos” de aquél y de éste, llámense Cabellos, llámense Rodríguez, creen en las elecciones.

Al apenas salir de la cárcel el primero demoniza a su conmilitón golpista, Francisco Arias Cárdenas, por someterse al escrutinio de las urnas y ser gobernador del Zulia bajo las reglas de la democracia representativa. Le tacha por traidor.

Y apenas forma su primer movimiento político, controlado por militares retirados, como paradoja bebe de la misma medicina. Sus primeros aliados civiles -Maduro y Cilia Flores- le señalan de corrupto por pensar y admitir, convencido por Luis Miquilena, sobre la conveniencia de la vía electoral para acceder al poder. La violencia, el terrorismo, el uso de las armas para imponerse sobre el colectivo quedan atrás, en la historia, “por ahora”.

Entre 2002 y 2004, cuando su popularidad se ve amenazada y la oposición promueve un referéndum consultivo sobre su gobierno, Chávez lo anula usando el Tribunal Supremo a su servicio. Y al demandársele luego, que se someta a un referéndum revocatorio, lo aleja lo más posible. Al final lo acepta a regañadientes. Se lo imponen Jimmy Carter y César Gaviria, pues la calle hierve y amenaza, y las recolecciones de firmas -rebanadas en cada oportunidad por los áulicos del régimen en el Poder Electoral- superan todo obstáculo.

“Si no hubiéramos hecho la cedulación, ¡ay Dios mío! yo creo que hasta el referéndum revocatorio lo hubiéramos perdido, porque esta gente [de la oposición] sacó 4 millones de votos… Entonces fue cuando empezamos atrabajar con las misiones, diseñamos aquí la primera y empecé a pedirle apoyo a Fidel”. Le dije, confiesa Chávez: “Mira, tengo esta idea, atacar por debajo con toda la fuerza, y me dijo: si algo sé yo es de eso, cuenta con todo mi apoyo”.

Informado por el CNE de los opositores que firman por su salida, los persigue a mansalva y los transforma en “muertos civiles”, y Rodríguez -auxiliado por Tibisay Lucena- se encarga de instalar el andamiaje digital que daría el puntillazo y otra vez le pondría careta de demócrata al soldado felón de La Planicie.

Chávez y Maduro, en suma, nunca han creído en elecciones democráticas competitivas y equitativas, ajenas a las meras contabilidades entre mayorías y minorías como si fuesen salchichas de ventorrillo, que no reparan en condimentos ni en su procedencia. Menos esta vez, cuando los recursos del petróleo faltan y no bastan para la democracia de utilería, obra de la astucia, esa que, a la manera del Reineke, el zorro de Goethe, practican incluso algunos opositores de mirada corta.

La desnudez de la vocación dictatorial y totalitaria agarra al último, a Maduro, en medio de la calle, aturdido por el ruido de las cacerolas de Santa Rosa. Le quedan como compañía, en burbuja protegida por esbirros, la estatua que inaugura y el Movimiento de No Alineados, club de parias creado por Cuba -la proxeneta- y cuyo último emblema es el dictador zimbabuense, Robert Mugabe.

La hora de la ficción ha finalizado. La lucha opositora pide mucho coraje; sabiduría para discernir sobre las acciones éticas pero eficaces, que hagan cesar la falacia y renueven la unidad en el sacrificio común. Exige de serenidad emocional, sintonía permanente con el dolor del pueblo, sobre todo visión de conjunto, narrativa que dibuje al país posible y a todos nos comprometa como mito movilizador posible.

La hora de las medianías políticas y de quienes juegan a la supervivencia como marqueses de Casa León, se agotó. Como enseñanza y como prevención ante los sincretismos de laboratorio, diría Miranda, El Precursor, que “mal comienzo es contar con gente de mala laya en la refundación de la Patria”.

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