La manía de legislar

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Prevalece en esta era, una visión que afirma que las leyes pueden resolver cualquier problema. Esta falacia se ha instalado no solo en la política sino también en buena parte de la sociedad que las demanda. Parece que jamás se ha comprendido con claridad la naturaleza y la esencia de las normas.

Muchos dirigentes políticos depositan abundantes energías en imaginar novedosas reglamentaciones que modifiquen la calidad de vida de todos, sin entender que las conductas no se transforman artificialmente. Ellos adhieren a esta necia postura de suponer que una ley todo lo puede.

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En estos países, pululan a diario intentos de legislar sobre cualquier asunto. Ninguna jurisdicción logra escaparse de este molde general y caen, irremediablemente, en este eterno juego. Esta actitud obsesiva de los legisladores no distingue partidos. Todos creen en la omnipotencia del Estado, que impone reglas haciendo que la gente se someta a ellas sin más.

Es la ley la que debe interpretar a la sociedad, ajustándose a sus valores y no al revés. En estas comunidades, los legisladores suponen que pueden establecer reglas importadas, incompatibles con la idiosincrasia local y así producir genuinos cambios de hábitos, que permitan vivir en una sociedad desarrollada, gracias a su gigante creatividad e interesantes normas.

Por eso abundan, en estas latitudes, tantas leyes que pretenden fijar precios, impedir la comercialización de productos o regular la distribución de otros. Esos políticos creen que pueden controlar la economía y subordinarla a sus caprichos. Están convencidos de que, desde sus escritorios, pueden obligar a todos a obedecerlos, porque la razón y la verdad los asiste.

La economía se rige por un complejo sistema de estímulos. Cuando la legislación interfiere, altera no solo los precios relativos, sino que genera múltiples daños y consecuencias inimaginables para ese legislador. Sus claras limitaciones intelectuales y morales le impiden comprender que la interacción voluntaria entre los hombres no es objeto de su tarea cotidiana.

Pero eso no solo sucede en la economía, sino también en el resto de las manifestaciones individuales. Nadie deja de consumir estupefacientes, aborta, pasa un semáforo en rojo, se prostituye o porta armas, porque la legislación lo prohíbe. Razonar de ese modo es desconocer a la humanidad. Las personas toman decisiones en función de otros paradigmas diferentes.

Las leyes pueden intentar amedrentar pero, en casi todos los casos, solo consiguen que esas mismas acciones igualmente se concreten, pero en ambientes de mayor marginalidad, criminalizando sus determinaciones.

Los seres humanos sólo evolucionan cuando aprenden, maduran, reflexionan y toman decisiones voluntarias totalmente conscientes y no cuando el Estado los amenaza con multas, penalidades o prisión.

No es que no se pueda legislar sobre absolutamente nada, pero es importante comprender que el trillado «respeto a las leyes» no se consigue arrodillando a la sociedad con rigor. El respeto se gana, nunca se impone. Si la idea es infundir temor, miedo, pánico y terror, esas no parecen ser las mejores alternativas para construir una comunidad pacífica y civilizada.

La sociedad en general está dispuesta a cumplir normas que coinciden con su matriz moral. La prohibición de matar, es compatible con esa convicción de que cada uno debe decidir por sí mismo que hacer con su cuerpo. Bajo esa perspectiva resulta inadmisible que otro pueda disponer de ella a su arbitrio. Así se explica el elevado consenso de esta norma.

Algo similar ocurre con el robo. La mayoría comprende el concepto de la propiedad privada, aunque últimamente haya relativizado esa creencia. La gente entiende que apropiarse del fruto del trabajo ajeno no es ético y por eso aprueba que cualquiera que transgreda ese principio sea sancionado.

Es evidente que se viven en el presente tiempos de «inflación legislativa». Muchos actores de la política contemporánea pretenden contener la subida de precios, evitar despidos, extender la expectativa de vida, erradicar enfermedades y eliminar adicciones apelando a las leyes. Si realmente esas herramientas fueran efectivas y sus teorías tuvieran algún correlato empírico con la realidad, la humanidad seria rica, joven y feliz por decreto.

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