Editorial: Sin hazañas, ni gloria

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Se sabe bien que el poder tiende a enceguecer, aísla, envanece. El poder corrompe y si es absoluto, corrompe absolutamente, en el decir de Lord Acton.

La historia está plagada de hombres, y mujeres, a quienes los cantos de sirena del poder subyugaron, atormentándolos hasta volverlos irreconocibles, enloquecidos. Eso especialmente ocurre cuando se exponen largo tiempo a ese fuego endurecedor de los sentimientos y nublador de la razón.

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Abundan ejemplos viejos, y también los hay muy recientes, actuales. Ya en la Roma antigua se da la escena de los generales que, tras sus victorias clamorosas en la guerra, hacen su entrada triunfal al Senado, deseosos de narrarles sus proezas al César. Según una de las versiones, durante ese recorrido, en medio de frenéticas aclamaciones, un esclavo le susurraba al héroe, una y otra vez, al oído: “La gloria es efímera”. Según otros comentarios, la frase era: “Recuerda que morirás”. En todo caso, la idea era mantener a esa fi gura bañada en notoriedad, con los pies posados en la tierra.

Los griegos acuñaron un concepto, al principio de carácter moral pero que no tardarían en incorporar a su legislación. Era la “Hibris”, que aludía a la aberración de creerse superiores al resto de los mortales. El delirio de grandeza, el orgullo, la megalomanía, despreciables instintos que mueven al crimen de sacrifi carlo todo, y a todos, con tal de preservar la autoridad y sus faustos. Es tal el desprecio que se apodera del ebrio de poder, que ninguna devastación lo detendrá, porque jamás la asumirá como su obra, como su verdadero y único legado.

“El poder intoxica la mente y traba el pensamiento. Gobiernan sin escuchar, se vuelven imprudentes y deciden sin consultar, porque piensan que sus ideas son únicas y correctas”, sostiene Marcelo Berenstein, el líder emprendedor que expone sobre el síndrome de Hubris, basado en la idea griega de la “desmesura”. Es la enfermedad del ego o del poder, que encuentra campo fértil en un carácter desequilibrado. Su conclusión es resumida así: “Ese líder llega al poder en situaciones excepcionales y teje estrategias para mantenerse todo el tiempo que pueda. Su fi nalidad no es favorecer al pueblo, sino la de conservar el poder”.

Esa es, en su más aproximada dimensión, la tragedia que nos ha tocado padecer a los venezolanos, sin duda más tiempo del que ha debido tolerarse. Como en las etapas más lóbregas de nuestra accidentada historia republicana, los destinos del país son virados a su antojo por una nulidad engreída, por un poder trastornado, disociador, corrupto, divorciado de la realidad, al punto de que, en los trances de una inédita crisis humanitaria, con el hambre como lastimero telón de fondo, y en temerario desconocimiento de señales claras de una latente eclosión social, se regala el estrambótico lujo de ir a celebrar en La Habana los 90 años de Fidel Castro, en el avión presidencial (cuya hora de vuelo supera los 25.000 dólares), junto a una comitiva de 80 personas, incluidos ministros, militares, periodistas, músicos, y técnicos para la transmisión satelital en vivo. Un escandaloso despilfarro que ofende, por su desalmada ostentación, en tiempos en que aquí muere gente de mengua todos los días; niños y viejos son vistos hurgando en busca de restos putrefactos de alimentos en los depósitos de basura; y los hospitales, desprovistos hasta del insumo más elemental, son ahora la antesala del camposanto para cientos de pacientes, así condenados sin delito propio.

Un país clama, unánime, ser escuchado. Exige ser consultado en referendo, la más segura válvula de escape capaz de aliviar la creciente y cada vez más ardorosa presión popular. Es la vía pacífi ca que prescribe la Constitución. Sin embargo, ciego, torpe, el poder desafía la ley al igual que la razón, y compromete la suerte de toda una nación, con tal de seguir aferrado a sus privilegios.

Está escrito que el pueblo le recordará al poder, este jueves primero de septiembre, en la Toma de Caracas, a semejanza de la imagen de los héroes romanos, tras sus hazañas, camino al Senado a rendirle cuentas al César, que la gloria es efímera, pasajera. Pero en esta historia nuestra, doméstica y pedestre, está reseñada una revolución ruinosa, inmoral, sin hazaña ni gloria. Entonces, hasta en lo de “pasajera” queda a deber.

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