Qua alguien pueda estar en contra de la paz, efectivamente de entrada, luce como inimaginable o inconcebible. Ha sido un sueño mítico, acompañado con la pesadilla de su contrario: la guerra, a lo largo de todo el proceso civilizatorio al cual se ha entregado la humanidad. Desde los tiempos bíblicos hasta hoy, cuando la propia Ciencia sirve a los despropósitos del poder y hay quienes no vacilan en colocarnos cada vez más cerca de la destrucción, en una carrera armamentista que no cesa, se acelera, ganándole la batalla al pacifismo.
Cuando el más común de los mortales, lego para más señas, llega a pensar que será alcanzada la paz en Colombia porque se firmará un acuerdo definitivo y el país entero, consultada su opinión mediante un mecanismo democrático como el plebiscito, se pronunciará mayoritariamente por el Sí; el panorama político, para variar, luce enrarecido y le coloca rasgos de relatividad y sombras de duda a esa posibilidad. Sobre todo, porque existe apatía, desconocimiento del proceso mismo y un sector importante víctima de las secuelas de ese conflicto.
El 23 de junio pasado se anunció la firma del acuerdo entre el gobierno del presidente Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), después de casi cuatro años de negociaciones, en La Habana, Cuba. Estaría por dejarse atrás, sin garantías de que otros actores puedan continuarlo, más de cincuenta años de enfrentamiento, 230.000 muertos, 25.000 desaparecidos y 4.744.046 desplazados.
En la contabilidad de ese conflicto armado, se incluye los esfuerzo de gobiernos anteriores, desde Belisario Betancur, pasando por el de César Gaviria y el de Andrés Pastrana, sin que ninguno de ellos cristalizara o estuviese tan cercano como el actual, pese a que enfrenta una oposición abierta que intenta capitalizar al NO.
Alvaro Uribe, expresidente (2002 – 2008) y senador en ejercicio, lidera junto con su partido Centro Democrático, la campaña contraria. En reciente gira internacional por Europa, entre otras perlas de sus declaraciones, llegó a señalar, por ejemplo, lo siguiente:
«Estamos enormemente preocupados, pues a inicios de año Estados Unidos, con el aval del gobierno de Colombia, dijo que habían ascendido a 159 mil las hectáreas en Colombia donde se cultiva la droga”.Y uno no entiende, si a la luz de la significación de tal industria para la economía norteamericana, se refería al beneficio mutuo, habida cuenta de lo infructuoso de los esfuerzos conjuntos por diezmarla.
“Las FARC han cometido toda clase de delitos o crímenes de guerra. El acuerdo viola el Estatuto de la Corte Penal Internacional que prevé para delitos de lesa humanidad hasta 30 años de cárcel”. Sobre la base de este argumento no habría posibilidad alguna de negociación; pese a las experiencias que la historia registra, como la de Vietnam. La insistencia en la impunidad, deja al margen a líderes mundiales que, juzgados por el tribunal de la opinión pública, terminaron acogiéndose al “mea culpa”.
En su criterio, “los cabecillas de las FARC deberían ir a la cárcel, devolver el dinero del narcotráfico para resarcir a las víctimas y prohibírseles la elegibilidad política”.
Como colofón de esa especie de “Doctrina Uribe”, acusó al presidente Santos de traición a la patria; consideró al presidente Macri, como “una esperanza”; y al gobierno de Maduro, como una tiranía. ¡Cosas de la política!, dijera alguien.