#OPINIÓN Cuestión de Escalas

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Soy absolutamente inepta con una cámara, y no lo digo solamente por mis manos temblorosas.  Admiro y envidio fervientemente a aquellos capaces de narrar historias a través de las formas, sombras y colores de una serie de imágenes. Me limito, pues, a calcar el mundo usando este código que manejo mejor, aunque escribir a mano y tinta cada vez se me da peor. La tecnología nos hace cada vez más impedidos.

Estoy sentada en un banco de la Plaza La Candelaria en Caracas, luego de haber recogido un documento en un ministerio cuyas oficinas se encuentran en un edificio de los años setenta, supuestamente diseñado por un célebre arquitecto y considerada una de las estructuras más prestigiosas de la ciudad de aquellos tiempos pero absolutamente ajado, no tanto por el tiempo, sino por la indolencia y dejadez que caracteriza a esta pobre sociedad a la que pertenezco.  Tuve que subir y bajar dos veces desde el último piso porque la planilla que llevé estaba en blanco y negro, y ellos la exigían impresa y a color.

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El clima está fresco; el aire se presta para reposar en esta plaza llena de gente haciendo ejercicio o mirando al vacío y niños jugando en un parque de plástico.  Hay dos mujeres cotilleando, pero solo oigo la voz de una.  La otra la oye también, pero no la escucha y mira hacia cualquier otro lado sin ninguna expresión facial.  Muchos toman un café aguado en vasitos mínimos que vende un señor de facha muy humilde que habla solo, pero a quien no se le entiende nada de lo que dice.

Las combinaciones de ropa que veo son insólitas, y no estoy hablando de gente excéntrica.  La gente… La gente está triste, con los ojos hastiados; muchos hablan solos como el señor del café. En medio de esa melancolía densa, ¿qué más les da si se combinaron bien la ropa o no?

Los pocos a quienes se les entiende algo solo hablan de un tema: conseguir comida, medicamentos, pañales, jabón… Un muchacho pide un agua mineral en el quiosco, pero el agua es mucho más cara que la gasolina, así que se resignó a su sed porque no le alcanza el dinero.  Le alcanzaría para gasolina, pero qué ironía, no tiene carro.

Los enjambres de motorizados zumban por todas partes.  Van por el pavimento, por las aceras, por en medio de la plaza y la gente. No respetan leyes ni regulaciones, ni carros, ni niños, ni viejos.  Ya un motorizado es señal de alarma, y si va con un parrillero (mucho más si es una mujer) es señal de volar en sentido contrario.  Estereotipos, sí, pero para qué correr el riesgo.

Pocos andan acompañados.  Se encuentran a alguien, se saludan, pero cada quien anda solo con sus cuitas.  Hay algunos que quién sabe lo que estarán pensando, porque de a ratos se persignan.  Nunca he entendido el beso del “amén”.

La cotilla y su amiga acaban de irse.  Me enteré de un problema enorme que tuvo la que hablaba con otra en la cola del Mercal, y remató contando por qué el novio de aquella la había dejado. Oí algunas palabras aisladas que aquí no puedo publicar y saqué mis conclusiones.

Carritos de cotufas y cepillados de fruta anunciando su producto a voces.  Un chico en un monopatín casi se lleva por delante a un viejo que le sacó la madre.  Observo que nadie está fumando, y asumo que es porque los cigarrillos cuestan lo que un kilo de cebollas, y la gente necesita más las cebollas.

Un corredor con todos los juguetes anda felicísimo porque pudo comprar tres cartones de huevos.  Esa fue su maratón de hoy.  Dios lo libre de no poder hacerse con unas ñemas mientras va vestido de Nike y Adidas desde las piernas rasuradas hasta su cabeza calva.

Entre los vigilantes del Ministerio del Poder Popular para Asuntos Interiores, Justicia y Paz (me cansa nada más nombrarlo) hay un loquito gago que luce orgulloso su credencial mientras se siente útil y lleva a los incautos como yo, que imprimimos mal la planilla, a otro sitio para imprimirla con el sello a color, detalle tan importante para un trámite tan absurdo.  Acaba de salir del trabajo, y al verme sentada en el banco, se acercó para preguntarme “¿listo todo?”. ¿Cómo no derretirme de dulzura?  Se alegró con mi sonrisa honesta y agradecida, y se fue cantando con una bolsa de plástico negro repleta de quién sabe qué a la espalda.

Me agobia un poco tener conciencia del caleidoscopio de rostros que surgen por todos lados; ninguno se parece, no conozco ninguno, pero mi anonimato me deja sacar la cabeza y respirar por encima de las poses.

No hay una que me pase por enfrente en sandalias que no tenga el pedicure francés, atrocidad que solo he visto en este país.  El manicure francés tiene por objeto hacer lucir las uñas de las manos más estilizadas y largas; ¿para qué quiero lucir mis pies como si tuvieran garras? Las más gorditas se afanan en caminar pesadamente sobre altísimos stilettos y plataformas; las flacas garranchas andan en sandalias, chanclas o toreritas.

Una chica absolutamente tomboy aprieta la nalga y luego la mano de su novia, delgada, rubia, frágil… Dudo que tenga más de quince años.  Mientras la primera, muy animada, le cuenta algo desde una boca inmunda de vulgaridades, la segunda se esfuerza por sostener un cigarrillo encendido al que no le da ni una calada y un bostezo muerto del aburrimiento para no cortarle la nota a la otra.

Ahí tuve que levantarme porque uno de mis primos me hizo el favor de recogerme en su camioneta Terios de carrocería golpeada y sin reparar desde hace dos años porque no hay repuestos, y me llevó a merendar en el Franca de Los Palos Grandes. Otra realidad en una misma ciudad y a menos de una hora de camino.

Cuestión de escalas.

 

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