Como muchos venezolanos tengo un sabor amargo en la boca. Cualquier ámbito de la vida nacional que se mire la palabra que lo identifica es crisis. Estamos en medio de lo que es la más severa crisis, dicen mis amigos historiadores, desde el siglo XIX venezolano. Esta crisis es una herencia directa del chavismo, como modelo político, económico y social. Nunca voté por el chavismo, pero no dejo de compartir la amarga situación en la que vivimos hoy los venezolanos. Padecemos las consecuencias de un proyecto fracasado. Se trató de una revolución, sólo en el discurso, y termina hoy el país en una suerte de involución en todo sentido.
La revolución prometió acabar con la pobreza. En medio del boom de los altos precios petroleros se logró distribuir más recursos entre los pobres, efectivamente eso ocurrió, pero no implicó sacarlos de la pobreza. No hubo un combate real a las causas de la pobreza en Venezuela, creando empleo productivo y bien remunerado. La redistribución sólo fue efectiva cuando el barril de petróleo estaba por encima de los 100 dólares, una vez que pasamos a la época de las vacas flacas se derrumbó ese sistema de planes sociales apalancados exclusivamente en el boom petrolero. Hoy la pobreza está en niveles similares a los de 1998, pero con el agravante de que se agudiza la crisis social de forma acelerada.
La revolución prometió acabar con el rentismo. No sólo no acabó sino que lo profundizó al punto que hoy Venezuela es el país, entre todos los productores de petróleo, que peor récord económico tiene. Durante la fiesta de los petrodólares sencillamente se dilapidó esa enorme riqueza. Aquello de sembrar el petróleo, frase acuñada por Uslar Pietri, y repetida de forma incesante por Hugo Chávez, fue una frase hueca más del chavismo. Venezuela es hoy más dependiente de los ingresos petroleros que en 1998.
La revolución prometió un nuevo marco constitucional. Releyendo un artículo de Laureano Márquez del año 2000 me permite rememorar cómo el entonces padre político de Chávez, Luis Miquilena, cuestionaba el papel de la sociedad civil. Y precisamente él había estado en la primera línea de la dirigencia chavista que incluso se saltó los lapsos para que se aprobara una constitución, en la cual la sociedad civil tiene un papel relevante. “Una constitución que no llegó al año ya no le sirve al gobierno, nació moribunda”, sostenía Laureano. El propio Chávez la traicionó al impulsar leyes que se saltaban los preceptos constitucionales o al empujar reformas en el sistema de límites al poder y contrapesos institucionales (reelección presidencial, papel del Tribunal Supremo de Justicia). La revolución traicionó a su propia constitución.
La revolución prometió un país potencia. Y Venezuela tuvo fugaces episodios de marcar la agenda internacional, pero eso estuvo estrechamente vinculado al poder de la petrochequera. Igual ocurrió con el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. Un líder mesiánico con intenciones de influir en la política mundial, logra cierta resonancia global gracias a estar sentado en la silla presidencial de un Estado momentáneamente rico. Venezuela no es una potencia, hoy incluso organismos internacionales le reclaman al gobierno de Nicolás Maduro el pago de las cuotas de membrecía que están vencidas. La revolución nos deja además una cancillería desprofesionalizada.
Las consecuencias sociales y económicas del fracaso de la revolución de Chávez (y del gobierno de Nicolás Maduro) nos acompañarán como sociedad durante largo tiempo. Es necesario remarcarlo. El proyecto chavista ha destruido muchos ámbitos, en algunos casos de forma profunda y continuada.
El cambio político, que ya tuvo una clara manifestación en las parlamentarias del 2015 (dejando en evidencia la condición de minoría electoral del chavismo) será refrendado en el referendo revocatorio. Los venezolanos apuestan por un cambio a través de los votos, eso lo han demostrado incluso llevando a Chávez al poder. El cambio político luce inexorable y próximo. No tanto así la reconstrucción nacional. Para superar la debacle nacional que nos deja el chavismo como herencia, necesitaremos no sólo tiempo y esfuerzo, sino la generación de grandes acuerdos nacionales.