Lamentablemente comprobado, el aumento de la gasolina ha resultado inútil y, lejos de atenuarla, ha agravado la situación del país. El problema está en la manifiesta incapacidad, la corrupción y el propio modelo propulsado por un gobierno que tiene por único asidero las armas.
Inadvertidamente, semanas atrás, el vicepresidente de la República asomó la posibilidad de una elevación adicional del precio, que será tan recurrente como inútil para el combustible mientras que no haya las profundas correcciones y reorientaciones o, en definitiva, el cambio por el que clama el país. Al subsidio ruinoso del Estado se suman factores como la caída mal disfrazada de la producción petrolera, la evidente crisis de refinación que nos ha obligado a la importación de la propia gasolina, el contrabando que apunta a toda una gerencia muy bien organizada y protegida por sus nexos gubernamentales, entre otros. Sin embargo, deseamos insistir en tres elementos que parecen más apropiados para los psicólogos sociales que emplea el régimen, frente a los economistas que, en definitiva, no tiene.
Confesión harto conocida, Maduro Moros sabe del ingrediente socialmente explosivo que está asociado al incremento del precio, postergado para el momento que juzgue como el más apropiado para el ejercicio de la represión hasta brutal, como ya hemos visto y padecido. Por ello, con sus devaneos de una aparente consulta popular de la que nadie se entera, excepto sus colaboradores más inmediatos, se presenta como una suerte de sobrevenido demócrata que escucha tolerantemente los pro y los contra, y comparte propuestas, aún admitida la inevitable obligación del aumento: una superficial cordialidad precede al anuncio, enfatizando la tozudez criminal de la oposición que no comprende técnicamente el problema.
El anuncio es por goteo, gracias a la supuesta infidencia de un vocero calificado del gobierno que lo va soltando para la evaluación respectiva, con los inmediatos estudios de opinión del caso y todos sus matices. Detectada alguna inconformidad con sus adversarios, la vincula con los prejuicios de los que dice estar personalmente librado, como el de no creer inteligente al pueblo para entender las cifras que el gobierno suministra, por cierto, oficialmente escasas, ante la arrogancia de los especialistas de la oposición que emplean un lenguaje para las élites privilegiadas.
Ocurrido el alza, quienes más lloran son los ricos, propietarios de lujosos automóviles frente a las mayorías que, además de compensados salarialmente, reciben los beneficios de las tarifas subsidiadas del transporte público. El mejor y más actualizado parque automotor, en consecuencia, no está en manos de los personeros del gobierno y del hampa organizada, sino de aquellos que, antes y ahora, se benefician exclusivamente del bajo precio de la gasolina y, todo esto, luego de haber saqueado al país así –por lo menos– los hechos hablen de no haber ejercido el gobierno por todos estos largos años: lejos de la lucha de clases a lo Marx, el acento patológico está en el resentimiento inmediato que se exprese hasta por motivos raciales.