La afirmación de Luis Almagro, Secretario de la OEA, a propósito de la tarea mediadora que cumple en Venezuela el ex presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, sitúa la cuestión democrática sobre un agonal parteaguas histórico.
Apreciarla en su fondo es indispensable para que la grave alteración que sufre el orden constitucional venezolano y, ahora, el de Nicaragua, encuentre una fórmula estable y auténtica, que reconduzca a ambos países hacia estadios de verdadera gobernabilidad democrática.
Ha dicho Almagro que el discurso de Zapatero ante la OEA “fue muy despectivo respecto a los principios principistas, fundamentales de la democracia”. En momento alguno se refirió –mejor aún, eludió- a los temas vertebrales: el referéndum revocatorio como derecho constitucional de los venezolanos; la libertad de los presos políticos; la cooptación del poder judicial por el poder ejecutivo; el desconocimiento por ambos poderes de la nueva Asamblea Nacional, depositaria de la soberanía popular. Y concluye de modo lapidario: “Hay que tener mucho cuidado con los principios, porque lo que te separa en la política de los dictadores, son los principios y valores”.
El marco de todo diálogo democratizador, según dicha perspectiva, lo determinan los valores éticos de la democracia, a saber y entre otros, la primacía de la dignidad de la persona humana, el respeto del pluralismo, el carácter subsidiario del Estado, la división del poder, la autoridad de la ley democrática. De donde resulta inadmisible cualquier diálogo o negociación cuyas resultantes impliquen menoscabo de la democracia, como cultura de la convivencia y respeto de sus “principios principistas”. Tanto es así que, incluso, las mayorías jamás pueden vulnerar o vaciar de contenido, legítimamente, los elementos esenciales de la democracia, como derecho de los pueblos.
¿A qué viene lo anterior?
En Colombia hoy se debate sobre la paz. A ella apuestan, tanto la Cuba comunista como la Santa Sede. Ésta, apunta a realidades crudas que mal pueden matizarse bajo reservas ideológicas, a saber, las muchas víctimas que dejan la guerra y el narcotráfico. Aquélla, entre tanto, ve una oportunidad; espera que los demócratas le garanticen a la narcoguerrilla espacios para obtener el poder por la vía electoral y beneficiarse de algún grado de impunidad. Lo que no es irreal, vista la experiencia de Venezuela, donde se usa a la democracia y al Estado de Derecho para acabar de raíz con sus componentes, tachándolos de manifestaciones burguesas.
Algo similar ocurre con los jerarcas venezolanos acusados de narcotráfico o la prédica de la Justicia constitucional colombiana. Los actos revolucionarios –crímenes, secuestros, latrocinios, tráfico de drogas- gozan de impunidad, si su fin es sostener a una revolución como hecho político. No por azar, en Argentina, Hebe de Bonafini, cabeza de las Madres de Mayo, aliada de los Kirchner, al ser llamada a estrados por hechos de corrupción se rebela contra los jueces, y pide tomar las calles. En Brasil, el binomio Lula da Silva-Dilma Ruosseff, a su turno, hace lo indecible para blindarse con la impunidad. Desafía a la magistratura y la acusa de burguesa e imperial.
¿A todas éstas, qué tenemos?
Lo último es el salto a la palestra del ex juez Baltazar Garzón, quien en nombre de los derechos humanos cuestiona que la Justicia democrática persiga a los “progres”; pues al caso, como acontece con el clan de los Flores o el cártel de los soles, negocian drogas sólo para envenenar a Estados Unidos, prodigar bienestar entre pobres y excluidos, como ellos, o financiar propósitos revolucionarios loables, como el de Podemos en España.
Así las cosas, si la democracia es un mero mecanismo procedimental para la formación y organización del poder, cabe admitir su transacción en mesas de diálogo, con vistas a lo superior, el logro de la paz, a costa de lo que sea. Y razón tendrían, entonces, Juan Manuel Santos, Maduro, Garzón, y Zapatero.
Poco importa que éstos sean apologetas o comodines de la economía de Estado y dirigida, del régimen de partido único, del culto a la personalidad del líder, del Estado policial y militar, de la hambruna igualitaria, típicos de las “democracias populares” y de vuelta en Venezuela y Nicaragua, en pleno siglo XXI.
Algo distinto entiende la comunidad internacional pasada la Segunda Gran Guerra, dispuesta a conjurar el mal absoluto y segregar a los Estados y gobiernos de estirpe totalitaria, subyugadores del hombre y su libertad.
La cuestión, por ende, es existencial
¿Dialogaremos para conservar, a medias, mediante un sincretismo de laboratorio, un espacio para los creyentes en la democracia verdadera y otro similar para los amantes del despotismo y propaladores de la mentira de Estado? ¿Tiene razón Almagro o acaso vale la pena apostar a Zapatero, ajeno a los “principios principistas” mínimos de la democracia?