La historia hay que conocerla. No sólo para tratar de no repetir los errores, sino para aprender de quienes han dejado su impronta de honor, decencia y valentía. Sobre todo en estos tiempos cuando la palabra no vale nada, el dinero compra todo, lava todo, corrompe todo y la mayoría critica, pero no hace nada.
El miércoles pasado mi amigo Otto Seijas Sigala me hizo un regalo maravilloso: la biografía de su bisabuelo Rafael Arévalo González, escrita por Mariela Arvelo. Grandes lazos de afecto me unen a esa familia, heredera de una tradición de integridad que ha sabido honrar. Rafael Arévalo González fue periodista, director del diario El Pregonero y de la revista literaria Atenas. Sufrió catorce prisiones políticas, desde Crespo hasta Gómez, en el Castillo San Carlos en el Zulia, en La Rotunda en Caracas y en el Castillo Libertador de Puerto Cabello. Todas por opinar en contra del régimen de turno.
Su esposa Elisa Bernal Ponte -prima del Libertador- y sus hijos, padecieron las penurias que significaban tener al sostén de la familia preso. Jamás se quejaron. Elisa fue mujer de gran guáramo: se encargó de la Revista Atenas y con esa escasa ganancia mantuvo a sus diez hijos. Murió unos meses antes de que Arévalo saliera de su última prisión. En una carta escrita poco después de su liberación «Para mi Elisa», él le expresa su infinita gratitud: «No obstante la inmensidad de tu infortunio, nunca tuviste para mí un reproche, ni una queja siquiera por haberte arrastrado a los horrores de mi negra suerte…Te encaraste con la desgracia, la frente erguida y el corazón sereno. Te reíste de la pobreza…». Elisa de Arévalo nunca se cansó de abogar por la libertad de su marido.
Arévalo González, como otros héroes venezolanos, fue considerado conspirador y desestabilizador por las opiniones que nunca calló. Su memoria debería ser objeto de los mayores homenajes, porque jamás cedió ni entregó sus principios. Es el precursor de tantos periodistas y presos políticos que han puesto sus valores por encima de cualquier amenaza o chantaje. Como dijo Rafael Caldera: «Él fue el creador de la conciencia nacional. La expresión de secular anhelo. La vivencia de una rebeldía y al mismo tiempo –en la época del pesimismo máximo en la historia política del país- la afirmación de fe en un ideal».