Acabo de estar en Portugal, atendiendo la invitación que me hicieron unos queridos amigos. Llegamos el mismo día que los campeones de la Eurocopa, de manera que estuvimos entre los privilegiados que vieron en primera fila a los miembros del equipo lusitano mostrando su trofeo.
Pero el privilegio mayor fue haber conocido parte de Portugal. Yo había estado en Lisboa cuando tenía quince años, en Valença do Minho cuando fui a Galicia y volví a Lisboa por unas horas el año pasado. Me quedé boquiabierta ante la belleza de la ciudad y fascinada con su gente amable y educada. Los hombres son buenmocísimos, las mujeres elegantísimas, muy lejos de la imagen de aquellos campesinos que emigraron en busca de mejores oportunidades. Hoy las oportunidades están en el país que como siempre, sigue mirando hacia el mar, orgulloso de su historia, de su herencia, de su tradición.
Me quedé atónita frente al Monasterio de los Jerónimos, donde están enterrados Vasco de Gama y Luis de Camões, portugueses universales. El Monumento a los Descubrimientos, construido para honrar la memoria de ese gran rey que fue Enrique el Navegante a los 500 años de su muerte y de todos los navegantes, cartógrafos, historiadores, cronistas que hicieron de Portugal una potencia marítima, se yergue con imponencia a la orilla del Río Tajo y muy cerca de la Torre de Belem. Allí en Belem me comí unos cuantos pasteles de nata.
Cada rincón que conocimos resultó encantador. La comida, deliciosa. Nos quedamos en Cascais, un antiguo pueblo de pescadores que hoy es uno de los lugares de playa más concurridos y sofisticados de la costa portuguesa. De allí visitamos Estoril, Azenhas do Mar, Sintra, la Sierra de la Arrábida y Troia, con sus magníficas ruinas romanas, impresionantes castillos y paisajes inolvidables.
Pasamos por el Cabo da Roca, el lugar más occidental del continente europeo, Óbidos, Batalha y Coimbra. Fuimos al Castillo y Monasterio de Tomar, originalmente de los Templarios y luego de la desaparición de la Orden del Temple, regido por los religiosos de la Orden de Cristo. Quedé con ganas de volver a conocer todo lo que me falta. Sencillamente me enamoré del país y su gente. Terminamos el recorrido en el Santuario de Fátima donde no pude evitar las lágrimas cuando encendí un cirio por la paz en Venezuela.