Busco algún adjetivo para calificar este momento por el que transita Venezuela y la labor se torna fútil. Insostenible. Preocupante. Indignante. Terrible. Caótica. Humillante. Cualquier escogencia nos revela que en ocasiones el lenguaje no basta para describir en toda su crudeza y magnitud la realidad que viven hoy millones de venezolanos, gracias al delirio de esta tragedia en forma de gobierno presidido por Nicolás Maduro.
La “revolución” pretendió decretar el silencio y la complacencia automática con la imposición de un proyecto político corrupto, estatista, autocrático y profundamente excluyente e intolerante. La Constitución es ficción desechada y desechable para ellos. Prohibir las protestas. Prohibir la disidencia. Prohibir tener hambre o enfermarse. Prohibido crear y producir. Pero la realidad es terca, y los indicios que hemos visto hasta ahora de protestas, tensión, saqueos, desesperación y rabia, indican que el malestar social es creciente y potencialmente explosivo.
Para Maduro, quien protesta por hambre es golpista. Quien lo hace por medicinas es imperialista. Quien exige el cumplimiento de los pasos para realizar el referéndum revocatorio calza con la categoría de traidor a la Patria. El talante autoritario y militar preside el intento por impedir el cambio democrático en Venezuela.
¿Qué hay detrás del empeño de Nicolás Maduro y la boliburguesía militar que le sostiene para inmolarse políticamente, y en el proceso, someter al sufrimiento y empobrecimiento a los venezolanos? Las respuestas son diversas y probablemente numerosas. Deseo de preservar lo saqueado y robado. Mantenimiento del tutelaje cubano. Inmoralidad. Ambición. Defender la impunidad sembrada. Pero hay una hipótesis que pareciera, a mi juicio, adquirir relevancia, al ver las actuaciones y la propaganda oficial. Y es la existencia de una conciencia del mal.
Ningún ideal político puede justificar la muerte de venezolanos por hambre o falta de medicamentos, Ningún cuerpo de doctrinas o ideologías puede defender la existencia de presos políticos, la persecución a la disidencia o las detenciones y encarcelamientos arbitrarios a opositores. Ningún valor partidista que aspire a ser llamado “democrático” puede defender el despido de trabajadores de la Administración Pública por haber firmado y ejercido sus derechos políticos o exigir un referendo revocatorio. Ninguna posición de poder puede llegar a vaciar al alma de su condición humana para aplaudir el sufrimiento y dolor de la gente.
El Estado venezolano no es la actual y grotesca amalgama Gobierno-PSUV-Instituciones-Fuerza Armada, ni tampoco una intolerante pulsión personalista; es una realidad institucional superior que representa y se debe a todos los venezolanos. Y hacia esa dirección debe dirigirse su recuperación y reconstrucción.
Para rescatar al futuro como idea o posibilidad, toda la inconformidad, malestar y cansancio de la población debe canalizarse en un verdadero esfuerzo unitario y convertirse en presión ciudadana y política para lograr el cumplimiento de una letra constitucional que desconoce el Ejecutivo Nacional, para revocar el mandato de Nicolás Maduro. Se revocará así no sólo el hambre, o la corrupción, o el empobrecimiento como aspiración “socialista”. Se revocará también esa conciencia del mal.