La vida en Venezuela transcurre en largas filas

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La gente llevaba horas esperando frente a la farmacia, aturdida por el calor y el aburrimiento, cuando llegaron los pistoleros.

Le exigieron a un hombre de 25 años, de pantalones cortos, que entregara su celular. Pero Junior Pérez salió corriendo hacia la entrada de la farmacia. Se escucharon ocho disparos y Pérez cayó de bruces.

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Impasibles, los clientes en la fila conservaban sus puestos mientras los pistoleros hurgaban en los bolsillos de Pérez. Contemplaban los hilos de sangre de la cabeza del joven que chorreaban por los surcos de la acera. Y cuando llegaba su turno, cada uno compraba sus dos tubos de dentífrico que el programa de racionamiento les autorizó.

«Ahora, la cola tiene prioridad sobre todo», dijo la farmacéutica Haidé Mendoza, presente esa mañana. «Te aseguras de conseguir lo que necesitas y no sientes pena por nadie».

A medida que las filas se vuelven más largas y peligrosas, se han convertido no solo en el escenario de la vida cotidiana sino en un telón de fondo de la muerte. Más de dos docenas de personas han sido asesinadas en las filas en los últimos doce meses, incluida una niña de cuatro años atrapada en un tiroteo entre pandillas. Una mujer de 80 años murió aplastada cuando una fila de clientes se convirtió repentinamente en una turba de saqueadores, algo que sucede con una creciente frecuencia, a medida que en Venezuela se acaba prácticamente todo.

La magnitud del derrumbe económico se puede medir en la longitud de las filas que aparecen en todos los barrios. El venezolano que sale de compras pasa en promedio 35 horas mensuales en las filas para comprar comida, tres veces más que en 2014, de acuerdo con la firma encuestadora Datanálisis.

«La crisis se ha empeorado exponentemente. Eso se convierte en grandes colas que es la vida ordinaria de un venezolano que no compre en el mercado negro», dijo el presidente de Datanálisis, Luis Vicente León. «Esta población que está en la calle es hipersensible, puede haber conflictos, peleas, trampa, de todo. Están compitiendo por un bien escaso».

La vasta riqueza petrolera de Venezuela era el combustible de una economía rebosante. Pero años de mala administración bajo un gobierno que se dice socialista provocaron la parálisis de buena parte de la producción, y el país pasó a depender en gran medida de las importaciones.

La cadena de la oferta se cortó, primero lenta, luego bruscamente, a medida que la caída de los precios del crudo dejaba al país sin dinero para pagar incluso por artículos de primera necesidad.

Las carencias ocupan el primer lugar entre las inquietudes de los votantes, por encima de la seguridad. Lo cual es insólito en un país con una de las tasas de homicidios más altas del mundo.

La desesperación alimenta la violencia. La estudiante de medicina María Sánchez parecía tímida y tan distraída como cualquiera en una fila en Caracas para comprar harina, pero cuando una mujer trató de adelantarse a ella y su madre, empezó a lanzar puñetazos.

Solo se detuvo cuando la intrusa se alejó cojeando. Sánchez pasó el resto de la espera con los labios apretados, mientras su madre lloraba suavemente.

«Hay que ser pila o la gente se aprovecha», dijo Sánchez. «La necesidad tiene cara de perro».

Y la necesidad está en todas partes.

Los miércoles, los vecinos de uno de los barrios más ricos de Caracas hacen fila con bidones de 20 litros a la espera de un camión que trae agua potable. Los más pobres se disputan de por decenas el agua de los arroyos que bajan del cerro junto a la ciudad.

Los viernes se alargan las filas de los bancos porque los cajeros automáticos, que dan ocho dólares diarios, no dan abasto con la inflación más alta del mundo, y los cajeros no se recargan los sábados ni los domingos. Los venezolanos evitan el dinero en efectivo, y hasta los vendedores callejeros de jugo de naranja aceptan tarjetas de crédito.

Los lunes y martes las colas se alargan en las aceras frente a las oficinas de inmigración, como si la gente hubiera decidido durante el fin de semana que no soportan una semana más de espera mientras se les va la vida.

Cada noche, hombres empujan autos enormes junto a un río para hacer fila frente a un depósito que vende baterías de automóvil pero siempre se le agotan las existencias para la media mañana.

Todos los venezolanos, adultos y menores, tienen asignados dos días semanales de compras de acuerdo con el número de su documento de identidad. Hacen filas en supermercados antes de que abran, dejándose llevar por rumores o por buenas experiencias en el pasado. Las embarazadas y los ancianos tienen sus propias filas prioritarias y cada uno puede comprar hasta dos unidades de lo que haya en venta.

Las filas más largas son para los bienes más escasos: los alimentos.

Nueve de cada 10 personas dicen que no pueden comprar alimentos suficientes, de acuerdo con un estudio de la Universidad Simón Bolívar. Los precios andan por las nubes gracias a la escasez, el acaparamiento y los revendedores del mercado negro. Los venezolanos hacen fila una y otra vez para adquirir bienes subsidiados, sin saber qué habrá cuando finalmente les toque el turno.

Cuando llegan los camiones abastecedores, los trabajadores abren las puertas a la manera de los concursos televisivos para revelar si se conseguirán los preciados artículos de primera necesidad o un premio consuelo como la comida para perros.

A veces la frustración es insoportable. Cientos de personas tomaron por asalto un mercado en Caracas cuando el camión que habían esperado durante horas fue desviado a otra parte. «Nos morimos de hambre», gritaban mientras los tenderos bajaban las cortinas metálicas sobre puertas y ventanas.

Las filas de miles de personas son blancos para los ladrones, que a veces las recorren persona por persona. Los supermercados y camiones de abastecimiento suelen ser vigilados por soldados con lanza gases y fusiles de asalto. La Guardia Nacional ha matado a tres personas y arrestado a cientos durante el verano mientras trataba de controlar los alborotos en todo el país, provocados por la escasez de alimentos.

A pocas cuadras de la fila para dentífrico, donde murió Pérez, otros clientes que hacían fila para comprar comestibles vieron a una turba quemar vivo a un hombre acusado de ladrón. Una vez que se lo llevó la ambulancia, algunos de los atacantes formaron fila para hacer sus compras.

Aunque la amenaza de violencia siempre está presente, la fila también es un lugar donde suceden hechos ordinarios y a veces extraordinarios.

Merlis Moreno dio a luz a una niña mientras hacía fila bajo el sol candente para comprar pollo en El Tigre, una población de los llanos. La flaquita de 21 años sospechaba que tenía contracciones cuando abordó el autobús antes del amanecer. Pero no tenía opción: se le había acabado la comida.

Dio a luz con ayuda del empleado de limpieza del supermercado y envolvió a la niña en una manta polvorienta del depósito.

En la octava hora de una fila para comprar papel higiénico, desconocidos sudorosos cantaban canciones infantiles y aplaudían mientras un niño de un año se lanzaba a caminar.

Los chicos hacen su tarea escolar en la acera. Algunos jóvenes aprovechan las horas muertas para conocer mujeres y concertar citas. Pero la mayoría de las historias de amor terminan en la fila.

Sasha Ramos rompió con su novio en una fila de varias cuadras para conseguir cuchillas de afeitar. Llevaban cinco años y él se había pasado la mañana quejándose de que la cola casi no se movía, señal de que nunca la ayudaba a hacer las compras.

Discutieron, él se fue furioso, y la dejó sola, mirando el suelo, junto a desconocidos que habían presenciado toda la escena.

«Fue tan desconsiderado», dijo Ramos. «Le había perdonado una infidelidad. Estas filas no son buenas para el amor».

Para las personas mayores, el calor se vuelve insoportable.

Irama Carrero había pasado horas con la mirada en blanco en una fila para ancianos de una tienda de alimentos en un barrio pudiente de Caracas en mayo. Bruscamente, su cuerpo se inclinó hacia atrás. Nadie la atajó, y se golpeó la cabeza en el pavimento. Al recuperar el sentido, empezó a vomitar.

Un joven se ofreció para llevarla a la sala de emergencias mientras que el resto se quedó en la fila. En el taxi, camino del hospital, Carrero dijo que no probaba bocado desde el día anterior.

«No hay jubilación para esto», dijo al reclinarse y cerrar los ojos.

Las filas reflejan la escasez y la pobreza, pero también hasta qué punto la gente ha abandonado los empleos tradicionales. Con un sueldo mínimo inferior a 15 dólares mensuales y una inflación de tres dígitos, el trabajo no paga ni lo mínimo. Desde el punto de vista económico, es preferible llenar la alacena y vender o permutar lo que no sea de primera necesidad.

Los campos están abandonados mientras los agricultores pasan el día esperando comprar bienes importados. Los maestros dejan las clases por ir a buscar comida que puedan comer o revender. Las oficinas públicas cierran temprano porque los funcionarios también tienen que hacer la fila.

«La mayoría de esta gente gana más dinero con esto que con otros empleos», dijo David Smilde, experto en Venezuela de la organización WOLA, Oficina para América Latina en Washington.

Los más emprendedores han convertido la fila misma en un negocio. María Luz Marcano alquila taburetes de plástico y celulares cargados, y verifica las bolsas en un puesto improvisado de vigilancia. Gana en un solo día la mitad del sueldo mínimo mensual.

«Estoy ganando mucho dinero. Me encanta ser una mujer de negocios independiente», dice con una amplia sonrisa frente a sus clientes de rostro adusto.

Las líneas más sombrías son las de la morgue de Caracas. Fuera de la escasez, está el exceso de muertes.

Cuando llegó el cuerpo de Pérez, a mediados de abril, había gente que llevaba días esperando los cuerpos de sus seres queridos. Ese mes la morgue manejó 400 cadáveres sólo por homicidios. La cifra mensual normal para Caracas es el doble de la cifra anual de homicidios de Nueva York o Los Ángeles.

Durante las horas que pasan frente a la morgue, los familiares, con los ojos enrojecidos, se cubren la nariz con pañuelos para evadir el agrio hedor. El acondicionador de aire no funciona y los productos para embalsamar se han acabado.

De allí se va al cementerio.

La espera para el entierro es de tres días.

 

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