En Venezuela desde hace un par de años en el sector político se habla de transición, utópica para unos, angustiosa para otros porque pasan los meses y la misma no se concreta. Sin embargo, José Aureliano Torres Giménez, con G, como lo recalcó, es testigo de todo un proceso de transición, que en palabras no ajenas al mundillo de la política, pudiera calificarse como metamorfosis –no kafkiana- el sufrido por el voleibol, porque antaño consistía en un voleo persistente y consistente en todos los rincones del rectángulo, hasta devenir en el espectáculo de nuestros días, consolidado por los servicios a gran velocidad y los fuertes remates y engaños en la táctica sobre la red.
Recordar en lontananza su vida salpicado por ese proceso fue placentero y divertido. Añoranza pura del buen pasado y remate de una sesión oral de más de dos horas de duración entre un múltiple atleta que recaló finalmente en el voleibol para ejercer como autoridad, arbitro, y un periodista que en sus años mozos, con atrevimiento, vistió los colores tachirenses en un nacional juvenil celebrado precisamente en la ciudad de San Cristóbal, cuando a la vista de todos en el Arminio Gutiérrez Castro asomaba Vicente Pastor, uno de los grandes, quien venía en esos tiempos a suceder -en el cuido de las distancias- a Oswaldo “Papelón” Borges, figura reluciente del sexteto nacional durante años anteriores.
En el sector de El Trigal en Cabudare, esa ciudad dormitorio que amenaza ser un emporio, entre las mesas de una panadería, al ritmo de recepción, armado, remate certero, potente y una que otra colocación al filtrarse una anécdota, se dio la amena conversación, repetimos, con la jocosa remembranza de las “poncheras” de antaño y remates a puño cerrado, luego las obligadas “manchetas” para desuso de las “poncheras” después de los Olímpicos de Tokio en 1964 y los servicios de tenis con salto en forma de remate, no con puño sino a mano abierta desde los Panamericanos del 83 en Caracas. Todo una sensación en cada paso, hasta los ajustes en la puntuación –cada servicio vale un punto- para acortar tiempos de juego, remozar y elevar el espectáculo para hacerlo televisivo, sin adentrarnos en los adelantos técnicos.
Un multiatleta
Su talla, un metro con 75 centímetros no daba para ser rematador sino armador y así fue. Empero, sus inicios no fueron en el voleibol. Sus recuerdos, ahora bañados por una cabellera grisácea que contrastaba con la franela amarilla que portaba, unas sueltas manos que se batían como las aspas de un molino, mirada penetrante y una voz áspera, rugosa, conformaron el sexteto de características en las que se atrincheró para dar a conocer sus andanzas, las cuales comenzaron en Carampampa, a un costado de las Minas de Aroa, hasta que entre los seis y siete años recaló en Barquisimeto, en las cercanías de la Casa del Maestro.
Allí, en la calle 26, con su padre Miguel, después de ser éste corregidor y dueño de una farmacia que reinstaló como bodega en la capital larense, junto a su madre Balbina y sus hermanos echaron a andar sus sueños. José Aureliano, mejor conocido después como Cheo Torres, era inquieto, tremendo –como se definió- por sus escapadas al río, las cuales siempre eran descubiertas por la arena que quedaba en las alpargatas, para hacerse merecedor de una “pela”.
Después del proceso de adaptación del campo a la ciudad entre un colegio y otro, concluyó la primaria en el José Gregorio Hernández y fue a parar al Liceo Militar Jaúregui en La Grita en el que duró solamente un año porque “el frío y los castigos” lo hicieron devolverse e inscribirse en el Lisandro Alvarado en el que concluyó el bachillerato y prepararse para ser ingeniero químico en la UCV, carrera que nunca terminó, sí la de profesor de educación física egresado del Pedagógico en Caracas, la cual llevó en forma paralela con economía en la Central, que tampoco concluyó por “las matemáticas y los análisis”. En el Pedagógico, por razón académica en un “proyecto olímpico, se montó a las pedanas de la esgrima y pudo sortear escollos al lado de figuras como Silvio Fernández y Clemente Piñero, entre otros.
En ese transitar académico, Cheo Torres, a los 16 años (1956) intervino en defensa de los colores larenses en un nacional de básquet juvenil en la Maestranza en Maracay. Era el premio al esfuerzo y dedicación con el primer deporte que practicó, orlado con los 48 puntos que en otro nacional en Caracas le encestó a Anzoátegui para ser marca en el país.
Su incursión en el voleibol tiene su clímax en 1959 cuando acude al II nacional adulto siendo juvenil, en Valencia. Por tamaño era armador. Viene su ascenso y en 1964 forma parte del sexteto de Distrito Federal (ahora Capital) que se tituló campeón y los pliegos de la memoria lo llevan a recordar, con emoción, su paso por el equipo de la Corporación Venezolana de Fomento en el que tomó el número 8 de “Papelón” Borges.
Más adelante, en el 61, en dato curioso, Lara no lo llamó para unos clasificatorios y logró incrustarse en el combinado de Portuguesa que finalmente se impuso sobre los larenses. “Yo estaba en el otro bando”. Al año siguiente, en vías a los Juegos Nacionales de Valencia, Lara lo vetó.
Su inquietud por los deportes, regida y orientada por condiciones innatas lo llevaron al atletismo, en el cual no profundizó después de haber ganado el chequeo de los 100 metros en el Luis María Castillo. “Era bueno” y le gustaban varias especialidades, bala (lanzó más de 10 metros), disco (28m) y alto en el logró rebasar la varilla a 1.86 para ser quinto a escasos cinco centímetros de la marca nacional que con 1.91 ostentaba en ese momento Bill Jhonson.
Para querer saciar su apetito por la práctica deportiva, Cheo Torres también incursionó en la gimnasia y llegó a vestir los colores nacionales en un Centroamericano en Jamaica. Luego de unos ejercicios de calentamiento, al salir de la cama elástica erró en la caída y el peso de su cuerpo recayó en el codo izquierdo para una lesión que lo alejó por completo de ese mundo.
En el permanente azuzar a sus músculos recaló en el béisbol, en el que comenzó con mascotilla en las caimaneras del Club América hasta defender honradamente los colores de los Tigres de Bararida, nombre que facilita con mucho orgullo. En su tránsito por la pelota caliente, en la que fue catcher, tercera base y jardinero, compartió con Luis Tamayo, Edmundo González, el “Pelón” Soteldo y los célebres “La Pulga” y “Wincho”, cuyos nombres les fue imposible recordar, no así el equipo Fundiciones Tepa, del cual se ufanó en lenguaje corporal por portar unos “uniformes traídos desde Estados Unidos”, a lo grandeliga.
“Allá por el año 60” recuerda sus andares en la pelota caraqueña, pero el extenuante recorrido de los fines de semana por campos distantes, Fuerte Tiuna, Chato Candela, La Paz lo hacen desistir de su nueva tremendura.
Establecido de nuevo en Barquisimeto sigue en el béisbol y comparte, entre otros, con Adelmo Jiménez hasta que en los Juegos Universitarios en Valencia (1964) –ahora es profesor jubilado de la UCLA- cierra por completo el ciclo, sin olvidar que también adecuó condiciones para el softbol en el que, además de jugador fue dirigente, de carácter, a mano recia, sin temblar al momento de la aplicación de las normas que lo llevaron a suspender a más de cien (100) jugadores y hasta su equipo que en una oportunidad se atrevió a dar fórfeit.
Juez internacional
El forcejeo de Cheo Torres en el deporte ha sido como el andar del marino, “dale, dale a navegar”, sin mirar el destino y mucho menos en qué puerto iba a atracar. Sin embargo, su sello, su marca la registra como juez de voleibol que inició por los años 60 al lado del periodista Rubén Mijares y que luego, a paso firme regó en campeonatos del mundo en condición de juez neutral con reconocida capacidad, solvencia y permanente actualización.
Un día, en los avatares propios de su rol no compartió criterios y se replegó, casi por completo, porque todavía sanciona partidos en Barquisimeto y Cabudare, emporio éste último en el que lleva su vida diaria convivida con sus tres hijos, Maurimar, Marcos y Miguel, polistas los tres, quienes reciben a la distancia, por la conversación, toda la carga de alegría y orgullo al momento de las referencias, matizadas por unos ojos vivaces y brillantes.