La muerte de Alirio enluta no sólo a los caroreños y a los venezolanos, sino también a los habitantes del mundo de la cultura, en particular de la música y de la guitarra clásica que ejecutó magistralmente, para deleite de quienes le oyeron desde su pequeño terruño –La Candelaria, zona rural de Carora- hasta los más importantes teatros del universo.
Muy pocos lo vieron transitar, desde muy niño, por una ruta cargada de obstáculos que tenía que vencer para poder alcanzar los más importantes escenarios del arte guitarrístico, impulsado por una pasión irrefrenable por la música y la orientación de dos grandes maestros de la cultura caroreña, Cecilio (Chío) Zubillaga Perera y José (Ché) Herrera Oropeza. Conocí La Candelaria, el villorrio donde nació Alirio, su soledad y su aislamiento del mundo moderno donde se producían cambios y avances científicos, tecnológicos y culturales sin que los candelarenses pudieran percibirlos, menos asimilarlos e incorporarlos a su posible evolución –escribí en la presentación de un libro sobre su vida y la de Rodrigo Riera.
Todo allí permanece estancado, la emigración de sus jóvenes compelidos por las carencias materiales para la subsistencia, no la detiene ni la armonía del canto de los pájaros, ni el esfuerzo de los mayores que se arraigan a la tierra, abrazados a una guitarra o un cuatro para sucumbir con el tiempo a la morada final, dejando en el camino una estela de sonidos.
Me imaginé a Alirio, un niño inocente atrapado en un pequeño mundo de soledades, tristeza y melodías quejumbrosas, tratando de ocultar los deseos de viajar a otras realidades. Ese panorama humano y social yo lo había visto muy cerca de La Candelaria, en otro villorrio llamado San Francisco, cuando todavía era un niño y supe que ya Alirio había ingresado a la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas, y sin embargo todo me parecía normal, rutinario, hasta que ya adolescente me enteré que Alí Lameda, poeta, y Gustavo Leal y Carlos Sisirucá, médicos, famosos ambos, también habían emigrado de La Otra Banda.
Lo que no podía saber en ese entonces, hasta que los conocí en Caracas, era que con ellos también habían emigrado cerebros privilegiados, muchos de los cuales percibí en la escuela primaria, pero que al no poder romper el cerco que la pobreza le tiende a la mayoría de los niños campesinos, como a Lorenzo Barquero el personaje de Rómulo Gallegos, se los tragó la llanura. Conocedor de esa realidad, cuando Alirio Díaz trajo a mi apartamento en Caracas a Alí Lameda, recién salido de un campo de concentración en Corea del Norte, donde estuvo durante de 7 años sometido al secuestro y la tortura, después de leer La Otra Banda, mi primera novela en la que aparece una familia Lameda que emigra de San Francisco, y la biografía de Chío Zubillaga Caroreño Universal, gran maestro de los dos, fue cuando percibí el genio de ambos emigrantes de La Otra Banda.
Alirio tocó en su guitarra arreglos suyos, composiciones de Rodrigo Riera y de otros grandes compositores del Repertorio Universal de la Guitarra Clásica. Luego, para sorpresa de todos, tocó cuatro, y finalmente acompañó a mi hija Valentina a tocar en el piano. Alí recitó algunos de sus poemas, me regaló El Corazón de Venezuela y nos habló de lo humano y lo divino que le había acontecido en la vida. A la hora de la despedida les comuniqué que yo escribiría sobre la vida de ambos si, 10 años menor que ellos, los sobrevivía. Alí, con la voz tronante de su maestro Chío Zubillaga me dijo: «Seguro que nos sobrevivirás, aunque Alirio será inmortal».