Hace algunas semanas regresé a Venezuela, luego de estar en una visita académica en Costa Rica. Venía, como viene ahora todo venezolano que tiene la oportunidad de ir al exterior, cargado de productos de primera necesidad para medianamente paliar la escasez, al menos por unos días.
Al momento de pasar las maletas por las máquinas de rayos X el oficial aduanero me pregunta: ¿Qué trae en esas dos maletas? Le respondí: De todo, traigo de todo lo que pude comprar. Ya en mi declaración escrita, al momento de ingresar al país, había sido lo más explícito posible en detallar los productos, sus cantidades, etc. Lejano está el tiempo en que los venezolanos traían de sus viajes al exterior chocolates o algún dulce, ahora mi maleta venía cargada de artículos de higiene personal, algo de comida, leche, pañales. El oficial que me atiende me dice siga adelante y buen viaje a Barquisimeto.
Dado que no había conseguido pasajes aéreos para hacer conexión a Barquisimeto ese mismo día, en el que arribé desde San José, decidí contratar un taxista de confianza y salimos rumbo a Barquisimeto, por tierra. Cerca de Valencia el carro se accidentó, una falla eléctrica de envergadura. Luego de un par de horas de espera, finalmente conseguimos una grúa para seguir el viaje y poder llegar al destino final, Barquisimeto.
A todas éstas nos había alcanzado la noche en la vía. Encomendados a Dios el taxista, el gruero y yo nos dispusimos a hacer el trayecto entre Valencia y Barquisimeto. Todo resultó bien, es decir llegamos al destino, luego de varias horas y de diversas detenciones en alcabalas. En general sólo nos preguntaban destino final y quién era el propietario del vehículo que iba en la grúa. Sólo hubo una excepción, en un punto que no identificaré, dado el giro que tomó mi conversación con el teniente de la Guardia Nacional que me abordó.
El intercambio comenzó con el tono imperativo: Se bajan del vehículo. Papeles de propiedad del vehículo, etc. Eran ya las 9:00 de la noche en plena carretera. Encontrarse en medio de la noche con dos maletas que aún tenían la identificación de la aerolínea y que evidenciaban mi reciente regreso al país, abrió otra línea comunicativa. Señor, ya el tono imperativo había desaparecido, ¿en Costa Rica las cosas están tan jodidas como en Venezuela?, me preguntó el teniente. Otro guardia de menor rango dejó de prestarle atención a la revisión que le había ordenado su superior.
En medio de la maleta apareció milagrosamente una caja de chicle. Me regala uno, señor. Le dí la caja completa: para que compartas con tus otros compañeros, le dije.
Le expliqué como un país mucho más pequeño y en teoría menos rico que Venezuela, Costa Rica, exhibe hoy un nivel de vida más que adecuado para sus ciudadanos. ¿Por qué no se quedó allá?, me preguntó el teniente, si todo está mejor que aquí. Le dije lo que suelo decirme a mí mismo de porqué sigo viviendo en Venezuela, porque aquí está mi familia, tengo mis raíces acá, y deslicé una frase, además porque creo que nos tocará vivir tiempos mejores.
Señor, aquí va a reventar un peo, me soltó el teniente de la GN. Su arma y su postura corporal habían pasado de estar en una posición preventiva a una total confianza. Y lo peor es que el gobierno nos pone a nosotros a dar la cara, me confesó. Es a nosotros a quien nos toca enfrentar las vainas en la calle, dar la cara, mientras todos ellos están cómodos en sus casas, remató. Por si quedara alguna duda de su descontento, me dijo el teniente: estos carajos jodieron el país.
Mi conversación, en ese peaje y en medio de la noche, terminó con una palabra de aliento para esos jóvenes. Tanto el teniente como su subalterno eran apenas unos muchachos, tratando de meter miedo con sus armas, pero en el fondo profundamente atemorizados y decepcionados. Nada diferente de cómo estamos el resto de los venezolanos, en verdad.