El imaginario popular cuenta con múltiples saberes, entre ellos la versión de que cuando los cachos de la Luna menguante apuntan hacia el sur viene lluvia segura, y justo esa posición tiene el satélite la madrugada del jueves cuando Rosa sale de su casa rumbo al abasto “a la caza de una harinita”.
La jornada comienza con la caminata hasta el supermercado con el “kit bachaquero” que Rosa preparó la noche anterior, un morral cargado de un taburete plegable, botellita de agua, bolsas de compra y una merienda. Al llegar, otras 50 personas de la tercera edad ya ocupan los primeros puestos de la fila, desafiando el frío, el sueño, los achaques, la inseguridad y el Barre barre, operativo lanzado por las autoridades durante las últimas semanas para tratar de impedir la pernocta de compradores a las afueras de los establecimientos comerciales donde se expenden productos regulados.
Mientras algunos conversan tímidamente, otros calculan la espera por venir. Los temas madrugadores van desde el infaltable recorrido por los precios de los productos de la canasta alimentaría y su vertiginoso aumento, hasta lo salada que viene ahora la mortadela Caracas, al tiempo que una señora equipada con chaqueta y paraguas ofrece a su interlocutor variadas recetas para preparar champú artesanal.
El alba llega y las conversaciones pasan de ser apenas un rumor hasta convertirse en sonido sordo. Antes de una hora, la charla deviene en los postulados de la sempiterna lucha de clases: que si los ricos, que si los pobres, que “ellos” sí tienen la despensa llena mientras “nosotros” tenemos que hacer esta cola. Rosa intenta algún ejercicio de relajación sin demarcar siquiera dónde la puso el materialismo histórico, le basta saber cuál es su lugar en la cola, después del señor de franela a rayas y antes de un anciano taciturno.
El CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción) es el siguiente tema de la improvisada agenda: a quién le dijeron que llegaría la bolsa, a quién no le ha llegado, qué trae, cuánto cuesta, cuándo fue la primera y última vez que llegó, cuánto de su contenido se queda en el camino, etc.
Junto con la claridad del alba, justo a las 6:00 am, los gritos provenientes del inicio de la cola llaman la atención del resto de las personas. Allí no hay una fila sino un enjambre de cabezas, brazos y exaltaciones, quizás es el arribo de los “bachaqueros profesionales” que van por lo suyo, o sea, los primeros puestos.
La cola se ordena y avanza un poco. Vuelven las conversaciones sobre temas recurrentes y otros como las recetas para hacer arepas de yuca, plátano y arroz; el bono que le pagaron a los militares recientemente y las tarjetas de alimentación que no pasan en algunos establecimientos.
Cerca de las 6:30 am recogen las primeras 100 cédulas de identidad, 50 de la cola de la tercera edad y 50 de la otra. A esa misma hora, funcionarias femeninas de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) examinan con gesto adusto informes médicos, récipes, carnés y otros soportes que avalen alguna discapacidad, en una tercera fila. En la entrada del centro comercial, además de converger las cabezas de las tres colas, también permanecen unas 50 personas que no están alineadas en ninguna formación. Se oyen comentarios al vuelo sobre los “coleados” que lograron puestos en la fila y también comienzan las versiones sobre la mercancía que estará a la venta, pese a que nadie ha logrado ingresar al abasto y tampoco hay movimiento de gandolas en el estacionamiento.
Cada 15 minutos aproximadamente, la fila avanza unos 40 centímetros. Es temprano, todavía no quema el sol y tampoco comienza la lluvia que se adivina tras las espesas nubes que cubren todo el cielo.
En la cola de la tercera edad se habla ahora del tema salud: hernias, dolores y tratamientos son motivo de análisis y consejos.
Unas gotas anuncian que el invierno está próximo. Cerca de las 7:00 am y aún bajo amenaza de lluvia, es buena hora para degustar la arepita con mortadela que no se enfría del todo gracias al papel de aluminio; el café o el jugo quedarán para cuando el comensal vuelva a su hogar.
Comienza una lluvia tenue y pertinaz, algunos abandonan su lugar para guarecerse bajo una mata cercana desde donde vigilan su puesto, la mayoría permanece en la fila, apenas cubiertos con las bolsas o sacos que servirán luego para cargar los víveres.
La lluvia arrecia, ahora son más quienes se cobijan bajo la mata pero nadie abandona su cruzada para obtener alimentos. Al cabo de unos 40 minutos el aguacero cede, las personas retornan a su lugar y retoman el diálogo. El tiempo transcurrido o quizás la lluvia compartida otorgan confianza para contar historias más personales, hablar de orígenes y hasta de las esperanzas de cada quien.
Junto a Rosa, dos señores aventuran teorías para justificar la figura del gendarme necesario en la reciente historia patria y ponen como ejemplo al guardia nacional que custodia con celo otro establecimiento de comida en el oeste de la ciudad, donde “sí sabe poner orden, las embarazadas a su cola, la de los viejitos es de los viejitos”.
“Pone a cada quien en su sitio y por eso la cola fluye”, enfatiza uno de ellos, quizá añorando épocas gomecistas o perezjimenistas.
Una señora informa que la oferta de productos se reduce a cuatro kilos de arroz, uno de harina precocida y una mayonesa por un costo de 3.160 bolívares.
Cerca de las 8:30 de la mañana, algunos potenciales compradores recuerdan la toma de algún tratamiento y tragan su pastillita en seco.
A esa hora los ánimos han bajado, el desencanto toma los espacios. Hay quienes mantienen conversaciones vía telefónica con cónyuges o hijos a quienes relatan el devenir de la cola, sus palabras le otorgan un aire más familiar a este ocasional encuentro de extraños que ya comparten unas cuatro horas de cola.
A las 10:00 am una noticia se riega como pólvora y genera gran decepción: “se acabó la harina” es la frase que se repite entre quienes intentan auscultar las bolsas de los pocos afortunados que han logrado hacer su compra.
Tras entregar su cédula al funcionario policial, ingresar al centro comercial, formarse frente a la puerta del supermercado para ser llamada a viva voz, Rosa y otras 30 personas logran ingresar al establecimiento, donde deben caminar en el corredor construido por los carritos del supermercado colocados cual talanquera.
En la primera estación, Rosa recibe cuatro kilos de arroz de manos de un empleado mientras que en la segunda parada, al cargamento se suman, dos potes de mayonesa; en efecto la harina ya se agotó. Luego del momento cumbre, al recibir los productos, la mayoría opta por colocarse en el último lugar de la fila, esta vez para pagar.
A las 11:30 am la fila serpentea por el pasillo 5, solo quedan otros tres corredores para tener acceso al lugar donde otra funcionaria policial da el visto bueno e indica a cuál caja debe dirigirse el consumidor. La travesía por todos los pasillos permite observar el precio de otros productos, muy pocas personas toman alguno, sólo por curiosidad ven el precio en el envase, sonríen con un dejo de nostalgia y lo devuelven intacto al anaquel.
El cansancio, luego de 8 horas de haber despertado y 7 de ayuno hace mella en todos. La sensación de desamparo crece a la par de la fatiga, mientras algunos estantes vacíos o productos apilados en cajas sirven de improvisado asiento para intervalos de descanso antes de llegar a la caja.
Casi a la 1:00 de la tarde y luego de haber cancelado 2.950 bolívares, Rosa sale del supermercado con su cargamento de arroz y mayonesa, y piensa en el menú de ese día, el siguiente y el resto de la semana.
Al llegar a la parada de transporte público, otea el cielo. Las nubes se disipan poco a poco y un tímido sol la acompaña de regreso a casa.