Una reflexión breve sobre la palabra “República”

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En cierta ocasión, allá por el siglo XVII, le preguntaban a Luis XIV qué era el Estado, a lo que él respondió “El Estado soy yo”. Palabras del monarca absolutista francés, cuyo país, dos reinados después del suyo, entraría en una revolución que ab initio tuvo principios harto filantrópicos, pero que después degeneró en un Río Nilo sangriento y en el culto a lo que Maximilien Robespierre y sus correligionarios llamaron “El ser supremo”.

El hecho es que de todos los eslabones vitales de una República, hay uno que merece especial reflexión, no menoscabando los otros que también son merecedores de un espacio en la sesera.

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Se trata del exagerado culto a la personalidad de nuestros líderes políticos, que se ha estado acrecentando en los últimos años, como si se tratara de una teocracia o de una monarquía absolutista lo que funciona en nuestro país, en lugar de una República.

Pero entonces, ¿Qué es una República? Si bien es un Estado donde existe separación de poderes, donde el poder es compartido y donde el pueblo tiene parte importante en los negocios públicos, hay un componente muy importante para que la República pueda ser tal y el hecho es que no debe existir culto a la personalidad de nadie, por mucho reconocimiento público que este individuo pueda llegar a tener.

En consecuencia el culto a la personalidad y la República son incompatibles porque, leyéndose la etimología de la palabra, significa “de la causa pública”, “Relativo a la causa pública”, no relativo a la causa de un solo individuo, ni mucho menos a la causa de un individuo semi divino al cual o su séquito de aduladores o la sociedad misma pretenda divinizar.

Es de reconocer la importancia de los líderes políticos para el desarrollo de la sociedad, al fin y al cabo, en una República, parafraseando a Platón, todos hacen algo. Sin embargo, tanto cuando un solo hombre se arroga las responsabilidades de la República, como cuando la sociedad, por los motivos que fueren se limita a decir que solo el presidente de la “República” tiene responsabilidades, se le dan golpes mortales a la República que la terminan matando y haciéndola parecer o una teocracia como las que habían en las civilizaciones antiguas o una monarquía absoluta.

Desafortunadamente, es de ver cómo en los últimos años se ha incrementado en nuestro país la adoración desmedida a nuestros políticos, de lado y lado, configurándose un peligroso modo de vida en el cual todo dependería de lo que hiciera o deshiciera aquel a quien la sociedad llegare a adorar.

Y es peligroso basado en la sencilla razón de la no exclusividad de dicho fenómeno a una sola tendencia ideológico-política, siendo que es algo que en cualquier momento futuro podría repetirse si y solo si dejamos que eso ocurra con quien estuviere encabezando el gobierno.

El abogado Arraiz Lucca, cuyos libros sobre la historia de Venezuela respeto mucho opinó en el año 2014 que cuando aquí elegimos a un presidente pareciera que lo hacemos por un emperador, opinión que comparto y a la cual le agrego que pareciera que cuando vamos a elegir gobernantes, lo hacemos atribuyéndole facultades divinas a los mismos. Facultades divinas que no existen y jamás existirán.

La marcha de la República y lo que durante la misma ocurra depende y dependerá de todos y cada uno de los que habitamos en este punto de la ecúmene y nunca de la voluntad de un solo individuo, sea quien sea, de la orientación de ideas que sea.

El mismo Libertador Simón Bolívar, a quien tanto culto se le rinde desde distintas esferas, dijo en 1830 que, “si un solo hombre fuera necesario para la existencia de un estado, este estado no debería subsistir y en fin no existiría.”

Es necesario, para los próximos años y si se quiere que en verdad el país se estabilice, se despolarice y se reconcilie, que exista un equilibrio entre la sociedad y el gobierno de turno, ya que la responsabilidad de una “República” que quiera llamarse tal es compartida y no menos importante, que cada parte asuma su responsabilidad. Estamos a tiempo de evitar que Venezuela se convierta en una teocracia o en una monarquía absolutista.

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