A veces pienso que el nombre original de la montaña que preside en la capital de la república, Waraira Repano -en los últimos años tratado de imponer oficialmente- no prospera porque rompe la unidad racial consolidada. Caracas es el nombre indígena de la tribu que pobló este valle; Ávila es el nombre hispano que conquistó y colonizó el continente. Caracas a los pies del Ávila es una realidad histórica, no podemos negarla haya lo que haya costado en “sangre, sudor y lágrimas”. No se puede borrar el pasado con leyes ni programas educacionales nuevos, está ahí como memoria insoslayable, hay que aceptarlo, entenderlo y superarlo. Es tan absurdo imponernos el Waraira Repano por un afán de criollismo, como sería, en un afán opuesto de hispanismo -que en un de esos revolcones de la historia hasta podría darse, ¿por qué no?- si a alguien se le ocurriera rebautizar a nuestra capital Ciudad Losada.
Para mí el nacionalismo a ultranza nunca puede ser bueno, nada extremista lo es. Ese tipo de nacionalismo separa del mundo, se encierra en países cápsulas que en lugar de vivir la solidaridad y la caridad, virtudes universales, se consumen y degradan en su propio egoísmo. No importa el nombre que tengamos hoy, ese nos lo dio la historia, importa hacia dónde vamos ahora. Si como nación nos llamamos peyorativamente Pequeña Venecia, ¿acaso vamos a cambiar nuestro destino si escogemos otro nombre que hable más bien de grandeza? Así nos llamamos y aquí estamos, de nosotros depende darle a la patria un rumbo hacia la plenitud.
Todo esto me viene a la mente por mi peregrinación diaria hacia el Ávila. Sí, es un ascenso, pero se asusten, no es por cuestas escarpadas rodeadas de maleza, sería una aventura irracional a mi edad. Es por una escalerilla negra de metal, con pasamanos a cada lado, dieciocho escalones y una contrahuella de sólo 14.50 cm. Nada difícil ni peligroso. Me lleva al techo de mi casa convertido en terraza y tendedero de ropa, me lleva a ese encuentro diario con mi cerro. Me espera al fondo del paisaje, sea recortado en figura contra el cielo, sea envuelto en cambiantes nubes que lo cubren o descubren en minutos, por el soplo suave de los vientos Alisos. Entonces nos ponemos a conversar.
Más que con él, converso con Dios. La montaña es testigo mudo, sólo escucha. Me acompaña, me apoya, es siempre el punto de mirada cuando buscamos el norte. Eso tiene Caracas: una brújula natural, gigantesca y hermosa. Por eso el caraqueño se desconcierta en la llanura. Pero no sólo es el norte físico. Contemplar las diversas fases del coloso cubierto de arboleda adentra en la grandeza de la Creación. Dorado al amanecer, verde cambiante de tonos según los collados, las depresiones, las cumbres, las hendiduras y el capricho del sol que lo baña o lo esquiva. El bronce del atardecer, el azul marino en el adiós de la tarde. Lleva al norte sobrenatural.
A pesar de todos los quebrantos de esta país en ruinas, mirar el cerro amado apuntala la esperanza, afianza la fe en un futuro cercano de renovación. La belleza levanta el espíritu. Brota la oración tanto de alabanza como propiciatoria e impetratoria. Allí dejo la mía, en el altar del Ávila, a los pies de Dios.