Capitalismo Lunar – El último round de Mohammad Alí

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El cuadrilátero está más claro de lo normal. El estruendo del público se detiene. Su mente se aísla del bullicio y los flashes, para sentir su respiración. Brinca. Su cuerpo es movimiento. Inquietud. Mueve sus brazos. En sus ojos se lee la palabra desafío. Su fuerza se hace transpiración. Suena la campana. Una locomotora avanza y revolotea de aquí para allá. Al principio suelta sus brazos. Mide distancia, y olfatea también el miedo de su víctima. Luego una bomba atómica se activa en sus brazos. Empieza su andanada. Como bolas de demolición, un jab en la quijada, un golpe en el estómago. Algo cruje. Algo se quiebra. Su doctorado es el dolor.

Desde pequeño fue solo instinto. Revancha. En realidad siempre fue así. Tuvo que demostrar que podía. Que su color no era una condena sino una condición más, como la de cualquiera.

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Suena la campana. La locomotora se detiene unos segundos. Va a su esquina, escucha las indicaciones, pero no quita la mirada de su contrincante. Allí, en el vértigo del ring, ejerce su reinado de poder y gloria.

Cada pelea, cada round, cada minuto, es un fugaz recorrido por sus recuerdos, sus inicios, las privaciones y carencias, las humillaciones, pero también sus triunfos y alegrías.

Su estilo de boxear, su verbo inquieto, a veces bufonesco, a veces polémico y siempre desafiante, encontró eco en una época de profundos cambios y transformaciones sociales, económicas, políticas y sobre todo raciales, en Estados Unidos y en el mundo.

Suena la campana. No hay cansancio. No hay dolor. Solo una sed de nocaut y victoria. Esquiva una mano del rival. Se cubre. Se mueve. Resiste. Su pecho es una coraza humana. Ataca. De nuevo, prepara su artillería de golpes. El público enloquece y pide más.

El boxeo es una cruda y violenta metáfora de la vida. A veces golpeas para defenderte, otras para atacar, pero es inevitable. Desde Roma, los gladiadores recrearon un festín de violencia para deleite de las masas. El pan y circo se fue sofisticando.

Nacido CasiusClay, convertido luego al Islam y renombrado Muhammad Alí, hizo del boxeo no sólo un espectáculo, a veces circo, a veces drama, y dominó todos sus códigos y maneras.

Suena la campana. El corazón late fuerte y rápido. El tiempo de una vida se puede resumir en 74 años, o en 12 rounds, o en el movimiento rápido de un golpe o un estirón. Muhammad Alí sabía que estaba haciendo historia en cada burla a sus rivales, en cada palabra contra el sistema, en cada juicio de su vida, en cada viaje, en cada aparición pública.

Pero el Mal de Parkinson pudo más que Foreman, o Frazer. Más que todos los boxeadores que enfrentó. Fue su pelea más dura. Y la única que no pudo ganar.

Suena la campana. La del adiós y la historia. Su cuerpo vuelve la tierra que le vio nacer, Louisville, Kentucky, pero alma sigue moviéndose. Sus guantes brillan bajo la luz del ring de la eternidad. Ganar. Perder. Ya no importa. Ya terminó el

último round de Muhammad Alí.

@alexeiguerra

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