“Solo hay una guerra que puede permitirse el ser humano: la guerra contra su extinción”
Isaac Asimov
Amanecí pensando que estaba atrapado en una cruzada donde un gobernante sin partida legal de nacimiento o penetración suficiente para paliar el desacierto estatal presidía el país; privados de luz, lluvias, abastos, remedios, con clara estanflación, paranoia profunda por la criminalidad y esa quiebra de credibilidad en todo lo que sitia, no era en lo más mínimo una cuestión de mala estrella, sería en toda la extensión de la veracidad una disyuntiva de praxis administrativa estéril, de ámbito abiertamente ineducado, y una básica falla de carácter del ciudadano afectado por las presiones que un desbarajuste despliega sobre su perplejidad.
Hace poco, mi vecina fue encañonada por un flagelo de barrio no mayor de 17 años, quien a mano armada despojaba a todo el que se le atravesara en la calzada, hasta que se le atravesó la poblada y lo lincharon. Uno se pregunta dónde frena aquello del pueblo siempre tiene la razón cuando el contenido solo lo pauta un ser exasperado. Prácticamente hubo dos heridas a deducir, el ratero ajusticiado y el pueblo persuadido de ser su justiciero porque no encuentra el cuerpo policial, o gobierno capaz que le dé garantías, amparo, salvaguarda a su familia y entorno ocupante, o como prefiera llamársele.
Cuando la gente empieza a pasar hambre, la persona se bestializa. No le cabe nada a susensatez si el indigente revisa mugre para subsistir, si le toca fila india donde las flechas del bachaquero clavan sus picos de explotador en la Diana del infortunio. La desesperación no es un rosario al que ofrecen cuentas para orar. No se brindan amnistías al hambriento. Ni consuelo al desahuciado de paga. Al atrapado en el emolumento que no cubre el diario. O al que ha intentado de todo y solo le queda empeñar al diablo la fatalidad de estar más cenizas vivas que cadáver por aparecer. He cotejado que el más apto no es ese que aguanta más las infamias o el sagaz que las sortea, sino el que conquista superar sus elementos irrevocables.
El cambio impone su propia inercia. La estatización es el norte del que no tiene más opción que jugar a Rosalinda o irá tras las rejas. Venezuela se juega no solo la libertad, se está jugando su destino; y no existe otra cosa cuando el amor y el odio combaten sin cuartel para afirmar lo único que intimida al presente… la longevidad de un país con perspectiva.
Es improbable que un solo empujón nos asegure el triunfo necesario para reparar el desconcierto social, político y económico. Pero no es mala apuesta, no poner los huevos en una sola canasta. Bien servirían de ejemplo las sentencias de Friedrich Nietzsche: Todo aquél que luche contra monstruos ha de procurar que al hacerlo no se convierta en uno y captar en lo que se ha escrito, el síntoma de lo que se ha callado… en cada quien vive una cruzada de avance hacia una cura que nuestros hijos cosechen, ¿no es razón suficiente para todos? No tropiezo con la menor duda…
Marcantonio Faillace Carreño