Por la puerta del sol – Por los caminos de la ilusión

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Un día decidí levantar un trono a todos mis anhelos y perpetuarlos en mi bosque; muchos se quedaron en suspenso, otros los he realizado, todavía me falta lograr algunos que guardo en la esperanza. Saciada de emoción divina he orado por los hambrientos, por los parias, por los niños y los perros de la calle, he cantado no solo a la gloria de Dios en las alturas sino a la gloria de la magnífica hermosura de la vida, de natura y la alegría. Crecí, aprendí a leer el tiempo y también la vida, a saber que las cosas rígidas se rompen que la indiferencia muere en su aridez; alguna vez descubrí a la noche buscando un sitio para ocultar la luz del día. Aunque sé que en el fondo de los sueños están todos mis sueños, aún sigo buscando el sueño ideal. Me gusta ver llover a cántaros, oír rugir las tempestades en el cielo y ver correr montaña abajo un río enfurecido, también me gusta la serenidad y el silencio del océano glacial, pero temo a la tranquilidad del agua mansa, convivo a ratos con la soledad, a ratos con la música, la metáfora o el verso.

Sepa usted lector que mi verso está nutrido con la savia de una tierra donde los pinos, el café y la pasionaria son reyes en medio del boscaje, los colores del guayacán y de los búcaros orlan el paisaje, donde lloran los guaduales estremecidos por el viento; mi verso está nutrido de esa tierra en la que se muele la caña cantando bambucos, allá donde en la noche tachonada de luceros se puede escuchar el diluir en sutil melancolía del clamor de una guitarra enamorada.

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Aprendí que la vida nos brinda de todo lo bueno y menos bueno que alberga, que la mayor amenaza es perderse en los laberintos de la mente y no tener una razón para vivir.
En el afán de eternizar mi bosque, avanzaron los años que hoy me hacen recordar que más allá de mis ojos, ardiente era el verano y fue bueno y fue grato el goce perfecto de la vida en aquel momento en el que el amor era un fogón encendido. No sé cuándo empezó el crepúsculo a pincharme con su atardecer que duele. Como el tiempo no se detiene tampoco yo me he detenido; sé que pronto llegarán a mí las hojas secas del otoño, llegará el viento frío del poniente y con él las hojas muertas acompañadas del canto eterno del final.

Nadie es culpable de que sus años se destiñan y se arruguen, de que el pelo se blanquee, de tener grabada una historia en cada pedazo desgastado de la piel, pero sí somos culpables de dejar enterrada en el camino la sonrisa de la vida…

Cuando quiero correr ya el tiempo ha corrido, pasa veloz, no se detiene y me alcanza antes de que llegue a la meta soñada. El pasado y el hoy son simultáneos, realidades que muestran el transcurrir de la estación en el presente absoluto, el tiempo es la confidencia de una lejanía inaccesible que se va y no vuelve como tampoco regresan la juventud y los fulgores al cuerpo ni la frondosidad a las ramas del árbol que sin remedio seca el tiempo.

La vida es lo queramos hacer de ella: Podemos tocar la luz de un amanecer y sentirla, ser nave de dorados mástiles desplegados al viento bajo el canto de la brisa a sotavento, siempre a sotavento, podemos avanzar o detenernos mientras el reloj va marcando su tic tac imparable y las arañas se ocupan de tejer olvidos…
El ocaso seca el jugo de la vida, rosales en cipreses se tornan testarudos, las hojas secas se amontonan con el tiempo que llega entonando el canto de los cantos, un réquiem o un Hosanna hasta que dejamos de caminar por los caminos terrenos de la ilusión…

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