“La letra con sangre entra”, fue una consigna educativa enarbolada por padres y maestros cuando mi generación empezaba a asistir a la escuela. El “rejo” podía ser la correa guindada tras la puerta o el extremo del ensañamiento, vía alambre eléctrico, doblado y retorcido sobre sí mismo. En la escuela humilde o en el colegio exclusivo, la regla de dibujo era la extensión y fuerza del brazo de los maestros, quienes pretendían que sus alumnos mantuvieran la palma abierta, sin llorar, mientras aplicaban el feroz castigo, que amedrentaba a los demás.
“Nos vemos en la casa”, solía ser la amenaza familiar que anunciaba la paliza cuando eran bajas las notas y “Nos vemos en la calle”, la airada invitación masculina, que saltando lógicas y argumentos, servía para dirimir asuntos que iban desde desacuerdos en la escuela, hasta los siempre imprecisos asuntos de honor. “Los hombres se respetan” no aludía a una versión criolla de los Derechos Humanos universales, sino a los efectos en el honor masculino, de la conducta femenina familiar. Los orígenes históricos y sus diversas expresiones, se rastrean en diversos estudios y análisis interdisciplinarios que aluden a la conquista y a la independencia, como extenso catálogo de la violencia ejercida en nombre de Dios o de la libertad. Lo mismo en el lenguaje político violento y escatológico, cuyo epítome es Chávez.
El lenguaje popular expresa los recovecos de las formas de contención social y violencia, ejercidas por el Estado, la escuela, la familia y la comunidad. Revisar su aparición, permanencia, desaparición y reformulación de las formas verbales concretas, no es un ejercicio retórico, sino semiótico y semántico del ejercicio del poder, la política, justicia, legalidad, venganza y arbitrariedad. “Párate o te quiebro” y “Le dieron hasta por la cédula”, son apenas dos ejemplos extraídos del mazo verbal cuya constante es la violencia cotidiana policial y malandrérica. La arbitrariedad siempre estuvo ahí, ejercida en alcabalas, fronteras y portones de hospital o cárcel.
Pienso en esto cuando leo en Prodavinci la entrevista de Sergio Dabhar al periodista Hugo Prieto, cuyo libro “Enemigos somos todos” contiene 27 conversaciones con gente que no suele salir en los medios, en un intento inteligente de comprender la complejidad de la situación del país, sin extremismos ni frases hechas. Prieto, experto entrevistador, describe lo que excelentes trabajos de diversas disciplinas y ópticas sobre el origen de la violencia y el discurso mítico del chavismo en Venezuela, han ido colocando sobre el tapete, al resumir los efectos del autoritarismo:
“Este país es profundamente chavista. Eso está en el ADN del venezolano. En el imaginario colectivo. Esa visión autoritaria que uno ve en las empresas, en los núcleos familiares, en cualquier lugar público o privado. Una demostración del chavismo: la intemperancia, la violencia… Esos defectos están ahí. Esa falta de cultura. El chavismo se define ahí. Nos gustaría a nosotros decir que eso sólo lo exhibe cierto segmento de la sociedad, que eso está focalizado… Pero realmente no es así. (…) Si vas al 23 de enero, vas a ver lo mismo que ocurre en Plaza Altamira. Las mismas manifestaciones de intolerancia. Cada quien orgulloso del lugar que ocupa, de las relaciones que tiene con el consumo, de su relación con los estilos de vida. Una es una urbanización popular y otra es de clase media alta. Pero allí se manifiesta una identidad. Este es un fenómeno cultural poco estudiado. El trasfondo chavista que tiene la sociedad venezolana.”
Todos hemos pensado alguna vez en voz alta –incluso sus seguidores- o escrito sobre la violencia verbal, su escatología y el autoritarismo de Chávez. Leo lo anterior y recuerdo la toma de posesión y la habitual acidez e intemperancia del presidente de la actual Asamblea Nacional. “Era necesario”, afirman algunos al referirse al malestar por los desmanes del anterior. No estoy muy segura acerca de la necesidad de imponer el respeto debido desde el autoritarismo, especialmente desde que me asomo a las redes, lugar perfecto para percibir nuestras violencias individuales, alimentadas por la ignorancia supina, desinformación e incorporación acrítica de los discursos políticos.
Habrá que mirar hacia dentro y tomarle la palabra a quienes desde las iglesias, escuelas, instituciones, cátedras, universidades, ONG, Fundaciones, medios de comunicación, bufetes y hogares, proponen el diálogo y la temperancia e hilar fino para tejer entre todos la cultura de la Paz, analizando situaciones para aprender a ejercer la tolerancia y la paciencia y trabajar desde cada uno, lo peor y lo mejor, para transformar la sociedad que ahora somos.