Caminamos entre las grietas que el deterioro del delirio rojo y encumbrado van dejando en el país. El optimismo parece un arrebato suicida. La certeza de que somos más que pranes y mafias, más que corruptos y delincuentes, más que impunidad y saqueo de lo público, nos regala un suspiro de alivio al pensar en el futuro.
Nicolás Maduro ha debilitado la polarización. Ha democratizado el empobrecimiento. Ya todos somos víctimas de la inacción y fracaso que definen su quehacer. ¿Nos acostumbramos a las colas y a la humillación que toda escasez implica? ¿Nos acostumbramos a dar gracias cada día, porque la estadística de la inseguridad o el infortunio de un Estado fallido, no ha tocado nuestra puerta? Cuesta creerlo. El cansancio y el hartazgo ante el saqueo “socialista” del erario público, que alguna jerarquía verde oliva defiende y sostiene, se asoman en el calor de la calle.
El país que trabaja y cree que es esa la vía para crecer y no el ocio decretado; el país que estudia y crea: el país que enarbola la bandera de la legalidad como el norte de la convivencia ciudadana y no el manto de la impunidad y la criminalización de toda disidencia; el país que aplaude el emprendimiento y da garantías a la inversión privada y a la empresa y no aspira proscribirla ni exterminarla; el país de quienes desean formarse y desarrollar su talento e ingenio aquí, y no en otras tierras; el país que cree en sus instituciones y poderes autónomos e independientes al servicio de todos los venezolanos y no de una élite militar y civil; ese país, cansado, angustiado, quiere, reclama un cambio, una superación democrática y pacífica de esta tragedia con forma de gobierno y con tutelaje antillano y militar que en algún momento se asumió como “revolución”.
Y esa tragedia es hoy económica, social, institucional, de salud, y sin duda, humanitaria.
El eco internacional que años atrás tuvo el chavismo, benefactor del golilleo izquierdista del momento, y generoso repartidor de petróleo y favores, es hoy una creciente conciencia y preocupación de actores foráneos sobre el carácter represivo, intolerante y abiertamente anti-democrático del actual gobierno venezolano. El Ejecutivo parece decidido a superar cada día su propio récord de errores, su propio historial de abusos y violaciones a la Ley. ¿Guerra Económica? Espejismo y piedra filosofal de la mentira roja-rojita.
Horas cruciales se aproximan. Semanas de expectativa. “Todo tiene su final…nada dura para siempre”, cantaba alguna vez un filósofo boricua en trance salsero llamado Héctor Lavoe. No hay fechas, solo sospechas de que el tiempo es implacable para la infamia y la mentira.
La esperanza sigue con pulso, y aún respira. El cambio vendrá. La presión que lo invoque y exija irá creciendo, y venciendo el temor a la represión y cárcel como respuestas de un poder que convirtió hace rato a la Constitución en su papel sanitario. La reconstrucción será necesaria. El cambio vendrá. Porque al final…todo pasa.