En la Venezuela de hoy se hizo cotidiano lidiar con hechos delictivos en el marco de nuestra propia sobrevivencia; para colmo, y ante esta realidad, parte de nuestra población comienza a mostrar atisbos de resignación debido a la inacción de las instancias públicas responsables de abordar el sinnúmero de transgresiones a la seguridad ciudadana, al orden legal vigente, y en general, a las morales que hemos cultivado a lo largo de nuestra historia republicana, y que en estos últimos 17 años se vienen sucediendo in crescendo, generando con ello el resquebrajamiento de los cimientos sobre los cuales se erigió nuestra república como conglomerado social.
Se volvió tan común y permisiva cualquier actuación reñida con las buenas costumbres que por tradición distinguieron nuestro proceder, que atrocidades como, por ejemplo, la aparición en los medios de comunicación de una ministra posando “cariñosamente” y sin el menor pudor con uno de los pranes de las cárceles más violentas del país, no alarma a la máxima instancia jurídica ni a la actual cúpula gubernamental. Todo lo contrario, más bien se presenta este episodio como una muestra de la “nueva política” que en materia carcelaria y de reconversión desarrolla este gobierno para “dignificar” a los delincuentes que pululan en los recintos penitenciarios y a aquellos que acechan a sus anchas en las calles a los venezolanos.
Hasta allí ha llegado la tergiversación de los valores que perfilaban el desenvolvimiento ciudadano de este país. Toda una contracultura “revolucionaria”.
Este triste panorama muestra sin lugar a dudas una involución de nuestra sociedad, cuestión que se manifiesta a través de la fractura de las reglas mínimas para la coexistencia ciudadana normada en nuestra Carta Magna, derivándose de ello la desintegración del andamiaje social que le dio forma y figura a nuestra venezolanidad.
Esta realidad tiene una triste y lamentable explicación: la dirigencia instituida, la camarilla que dirige el destino venezolano y se vende ante los ojos del mundo como propulsora del nacimiento del “hombre nuevo”, está constituida por una horda de lumpen, lo cual quiere decir, apelando a la sociología marxista, por especímenes humanos sin conciencia de clase, es decir, desclasados, cuyo signo fundamental de actuación ha consistido en la transgresión permanente de los principios y normas consagrados en nuestra Constitución para el decurso en paz, en justicia y en armonía de nuestra sociedad. Es así como la desvergüenza y lo malandro ha venido instaurándose en la conducta distintiva de este “Socialismo del Siglo XXI”.
Por lo antes reseñado, el lector de estas líneas puede concluir que la desgracia que vive nuestro país no es solamente el resultado de la incapacidad y del desfase histórico-ideológico de quienes nos gobiernan; que hay un ingrediente más por añadir a ese coctel hipostático letal, definitivamente, otro elemento que mantilla a esta “dirigencia revolucionaria” y que delinea el perfil de sus integrantes: la naturaleza de lumpen.
De esta manera, ya cuadra la ecuación explicativa del porqué transitamos de un régimen democrático a esta kakistocracia (gobierno de los peores) regentada por un cenáculo de resentidos sociales cuyo móvil de actuación gira en torno a sus propios intereses, y de la cual surgió la actual situación de caos, de destrucción institucional (pública y privada) y de limitaciones que en todos los órdenes estamos padeciendo los venezolanos, pesadilla que hace impostergable el cambio político a través de los mecanismos establecidos en nuestra Carta Magna para que el país pueda salir adelante y se encamine nuevamente por la senda del progreso y del porvenir.
