María Alejandra Rodríguez Silva ha podido flotar, inerte, en el océano de la vida, pero desde muy temprana edad, como una ondina, desde el taco de su ciudad natal, Barquisimeto, se lanzó a las piscinas mundiales para argumentar una trayectoria deportiva coloreada por el éxito, muchas veces, y otras, bañada por los soplos de la gloria, trazos característicos de sus casi cinco lustros de acción plena, venida ahora al remanso, como los guerreros, del cual la sacamos por momentos, en añoranza de todo lo vivido y alimento para las nuevas generaciones.
La transición para ella no fue fácil. La asumió, y, hoy sin estar desligada por completo de lo que fue su mundo, sin nostalgia navega por otros senderos, entre los carriles de la vida diaria, el de madre, esposa y profesional de la informática en un organismo público (Inces), al que ingresara hace once años llevada de la mano por Eliécer Otaiza, quien le brindó la oportunidad ensimismado por su talento en las piletas.
En medio de esa fragua política de los últimos días, exatleta y periodista volvieron a darse un banquete, de evocación, en medio del bullicio de una panadería del este.
La sonrisa de siempre, característica eterna de su expresión, estaba allí presente, al igual que en sus días de gloria. Ojos marrones, vivos y expresivos, barnizados de carmín quizá por el cloro de tantos años en la piscina y unas manos de extensos y delgados dedos que no se cansaban de palpar la pantalla digital de un teléfono, al que parece ser adicta, en la búsqueda de, como excusa, de competencias y resultados que al final, recordó, estaban aprisionados, con detalle, en la computadora de su casa.
En el ir y venir de los buenos recuerdos, matizados por una bebida frugal y con deje particular, María Alejandra volvió a “dibujar” lo bueno, especialmente sus momentos estelares.
Una espinita
Al revisar la tabla de sus participaciones internacionales, la pregunta era tácita. Por lo menos en dos oportunidades casi completó el ciclo olímpico. Fue parte de la olimpiada, salvo los Juegos Olímpicos.
“Es como una espinita que me quedó adentro”, frase que vertió con mucha naturalidad mientras lanzaba una mirada hacia el cielo, para agregar, no como excusa, que antes las pruebas clasificatorias eran pocas. Recordó que estuvo a menos de un segundo de haber conseguido el cupo en la prueba de los 100 metros mariposa, estilo que hizo suyo en la comarca nacional y allende las fronteras con los mejores registros en sus tiempos, desaparecidos todos por el elevado nivel de las últimas generaciones.
Acto seguido vino otra frase en ese mismo contexto: “… no me arrepiento de nada. Hubo mucho sacrificio porque una jornada normal comenzaba de lunes a sábado a las 4.30 de la mañana (levantarse), luego entrenamientos de 5 a 6.30am, después las clases en la UCLA (ingeniería informática) y por la tarde, desde las 5 preparación física para luego nadar de 6 a 8 de la noche en su segunda casa, la piscina del Máximo Viloria”. Eso implicaba que no iba, entre muchos sacrificios, al cine y saraos como suele sucederle, por lo general, a un adolescente.
Lo anterior tiene su premio, compendiado por María Alejandra en una sola palabra, “satisfacción”, con el agregado que a cambio, en contraparte, “conocí muchos países, sus culturas y amigos” con los que actualmente mantiene comunicación.
Hubo evocación especial por los gratos, agradables y especiales momentos vividos en los Juegos Nacionales de Yaracuy (1997) cuando los dirigentes Zulma de Melo y Orlando Fernández Medina, para ese entonces gobernador de Lara, por las noches, al final de la jornada, “consentían” a sus pupilos.
Un gran núcleo, la familia
Labrar la segunda parte de su vida, la actual, la que también disfruta a plenitud, tampoco ha sido fácil. En la primera, un respaldo incondicional de su madre Janeth, adicta a la natación y su primera fanática, siempre presente en todas y cada una de las competencias disputadas en suelo venezolano, sin olvidar que el padre, Taylor, era un radar abierto las veinticuatro horas del día, en la afanosa búsqueda de los resultados.
En el tráfago de su lucha diaria en las piscinas apareció Marco Antonio Romero, su esposo y padre de un par de niñas, Georgina Alejandra -6 años- y Camila Victoria -4 años-, quienes siguen las andanzas de la madre con la complicidad de la incansable abuela materna. Georgina recientemente intervino en jornadas de natación en el Colegio Las Colinas y logró sus primeras medallas. “Yo no la obligo, pero si quiere la apoyaremos”, sin olvidar que ella (María Alejandra), a los 13 años, a muy temprana edad, sin mucha suerte, formó del escuadrón larense que asistió a los Juegos Nacionales Juveniles en Barcelona 90. Era apenas el comienzo, rubricado años después con la inclusión en la selección nacional desde 1995 hasta el año de su retiro.
Su “botadura”, antes de Barcelona 90, muchos antes, sucedió apenas a los cinco años. María Alejandra braceaba con sus minúsculos brazos en la pileta del edificio Cantarrana a muy pocos pasos de su casa, a un costado de la avenida Lara y allí, el ojo escrutador de Luis Roballo, a quien definió como su segundo padre, la secuestró de por vida para brindarle sus conocimientos y protección, de quien recuerda, además, una frase aleccionadora, cotidiana en la vida de ambos y que soltó (ella) en medio de una sonrisa, “no es que tu seas buena, es que las demás son muy malas”.
Toda la familia Rodríguez-Silva, el “combo completo” de tías, hijas, hermanas y padres, como lo definió la exnadadora, forman parte de un grupo más grande que nada “por salud y sentido motivacional” en la piscina del Colegio Las Colinas.
Barras y códigos de honor
María Alejandra Rodríguez Silva, bañada por el éxito y por sus méritos tiene un nicho asegurado en el Salón de la Fama del deporte larense, pero antes, por sus conquistas no ha escapado a los reconocimientos, variados ellos, unos manifestados en barras y diplomas, y otros, condecoraciones al haber sido capaz de interpretar los códigos de honor que rigen a las instituciones otorgantes.
Así, entre muchos: atleta del año en Lara en 1995 y 2005, abanderada de Lara en los Juegos Nacionales 97 en Yaracuy, menciones de honor de Feveda en forma consecutiva desde 1997 hasta el 2005, atleta del año en la natación larense desde 1997 hasta el 2005, integrante del cuadro de honor de la Ucla desde 1997 hasta el final de la carrera y las órdenes José Félix Ribas, segunda clase en 1997 y Rafael Vidal, segunda clase 2008. En buena interpretación, sin duda, es nadar en la vida sin nostalgia.