En anterior oportunidad escribí sobre el ominoso final del llamado socialismo del siglo XXI – suerte de empaque digitalizado del comunismo – y cuyo rostro no es nada distinto del que antes se oculta en la Unión Soviética previa al Glasnost, a saber, la demencial corrupción de su nomenklatura, la colusión con la criminalidad, su exponencial capacidad para multiplicar la pobreza.
De manera atenuada en Chile frente al deslave de impudicia que muestran a su término los gobiernos de la Kirchner y la Rousseff, en Argentina y Brasil, el caso de Venezuela no encuentra parangón histórico en cuanto al latrocinio de su régimen y la realización de un milagro económico al revés: su quiebra fiscal sobre un territorio bendito por la naturaleza.
Para algunos miopes de conveniencia la cuestión se reduce a un hecho pendular. Terminaría el ciclo generacional – de casi 20 años – de dominio de las izquierdas y se abre otro con sesgo de derechas, si cabe la terminología de estirpe revolucionaria francesa. Y de allí que, ante la estruendosa caída de esos regímenes controlados por la izquierda más “ultrosa” o militarizada – como el “castromadurismo” – y la creencia de una vuelta al ruedo del “capitalismo salvaje”, del denostado “neoliberalismo”, cuyos dolorosos programas de ajuste rigen a finales del siglo XX, se ponen en agonal vigilia algunos socialistas “democráticos”.
Más allá de los comentarios de pasillo sobre supuestas ataduras clientelares que los amarran al ferrocarril de la bonanza “chavista” hoy exangüe, no cabe explicar – salvo dentro del citado contexto – la misión intempestiva de diálogo en la que se empeñan la Unasur y su comandita de expresidentes: Zapatero, Torrijos, Fernández y tras de ellos Ernesto Samper, para estabilizar a Nicolás Maduro. Como tampoco se entendería el mendaz argumento de que media una polarización política, sobre un polvorín social – aquí sí y como verdad cabal – a punto de encender la pradera. Los gobiernos de Argentina, Colombia, Chile y Uruguay se han unido al coro. Y la Santa Sede opta por un discreto alejamiento.
Veo las cosas desde otra perspectiva. Mido las motivaciones palmarias: sea la que anima a la Canciller argentina, quien le dobla la mano a su presidente “derechista” Mauricio Macri, halagándole con la posibilidad de alcanzar el solio de la ONU si acepta coludir con la izquierda impresentable; sea la purificación constitucional y democrática del narcoterrorismo en Colombia, precio que paga el presidente Santos para firmar “su” paz.
No existe en la región, en efecto, un antagonismo real entre el socialismo del siglo XXI y las “derechas imperiales” que causan ojeriza a no pocos líderes “demócratas” en España e hispanoamérica. Se da otro parte aguas de muy añeja data, en renacimiento.
Carl Schmitt – escribano del nazismo hasta que éste lo purga, en 1936 – cultiva el nomos europeo, que es anterior a 1945 y al Holocausto: la centralidad de la soberanía, la delimitación e intangibilidad de los espacios de gobierno, el gobernante constituyente, en definitiva, la legitimidad de tener enemigos con quienes se confronta o amigos que fraguan alrededor de dichos intereses y su preservación; de allí la relevancia del melifluo lenguaje diplomático clásico, que reivindican Zapatero y Fernández para la hora venezolana.
El caso es que otro paradigma, hijo de la Segunda Gran Guerra, predica la moralidad en la política y la primacía de la dignidad de la persona humana – que objeta Schmitt porque mata, según él, el sentido de la política – y que fija la diferencia – no ya amigos vs. enemigos – entre el delincuente y la ley. La neutralidad social pierde su sentido y las obligaciones de respeto a los derechos humanos – entre éstos el derecho a la democracia – adquieren validez universal. El lenguaje ambiguo cede en las relaciones entre gobernantes y de éstos con sus sociedades y adquiere obligatoriedad la transparencia: al pan, pan, al vino, vino. Al ladrón, ladrón, pues no es un justo adversario.
El ethos de la Unasur – de los Maduro, los Santos, y sus cabezas de playa – tiene, pues, asidero histórico; pero está lleno de vergüenza. El ethos de quienes hacen valer la Carta Democrática Interamericana busca salvar los valores éticos en la política, trastornados por el relativismo de la globalización.
Sea lo que fuere y por apostar – debo decirlo – al diálogo que urge entre los venezolanos, afirmo que el mismo se ha de fundar en la verdad y en el uso compartido del lenguaje democrático, para que no termine en diálogo de sordos. Y la verdad es que en la mayoría empobrecida de los venezolanos votaron por la libertad y el bienestar, y su ilegítimo régimen la desconoce; rompe el orden constitucional arguyendo la urgencia de defendernos del imperialismo y la derecha.
[email protected]