Presidentes juzgados

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El juicio político a Dilma Rousseff no es un golpe de estado ni nada parecido, sino la aplicación de un precepto constitucional brasileño que también fue aplicado a Fernando Collor de Melo en 1992. Entonces él reclamaba que era un “golpe”, lo mismo que hoy alegan quienes hace veinticuatro años lo aupaban en las calles de Brasil y lo votaban en el Congreso.
La semana pasada compartí con ustedes mis impresiones acerca de la crisis política en el vecino sureño. No es ese el tema central de mi artículo hoy, aunque tenga qué ver tangencialmente.
El juicio político en sede parlamentaria es una institución de la tradición inglesa asumida por la Constitución de Estados Unidos, donde ha sido usada tres veces. Contra Johnson, sucesor de Abraham Lincoln, en 1868 y contra Clinton en 1998, ambos absueltos por los senadores. Y contra Nixon en 1994, en cuyo caso cuando el comité correspondiente de la Cámara de Representantes aprobara el impeachment, éste renunció antes que el pleno lo acusara, ahorrando así al país el proceso en el Senado.
En América Latina nueve países tienen esa previsión. Dos lo han usado. Paraguay con Guggiani en 1932, absuelto y con Lugo en 2012, condenado, en trámite rápido cierto, pero no inconstitucional como se adujo incorrectamente en otros países. Y Brasil con Collor y Dilma. Venezuela lo tuvo en su Constitución de 1830 e iba el Congreso a juzgar al Presidente José Tadeo Monagas, y el intento acabó en tragedia. Asaltado el Poder Legislativo, muertos varios parlamentarios y abierta de par en par la puerta a la violencia en nuestro sangriento siglo XIX. En nuestra actual Carta constitucional, juzgar al Presidente corresponde al Tribunal Supremo, y para hacerlo, una vez encontrados méritos, debe contar con la autorización de la Asamblea Nacional. Eso puede verse en el Artículo 266, numeral 2.
Hablamos de juicios a presidentes en funciones, no a ex-presidentes, como ocurrió aquí con Pérez Jiménez o Lusinchi, o a Lula en Brasil. El juicio a Carlos Andrés Pérez fue en la Corte Suprema de Justicia, como era constitucionalmente procedente, no en el Congreso. Al Senado tocaba conocer de la solicitud del máximo tribunal y emitir o no la autorización, lo cual hizo (Art. 215, 1º). La norma actual es similar a aquella. O sea, no es la misma de Brasil, Estados Unidos y otras naciones de la región como Argentina, Chile, Colombia, República Dominicana, México, Paraguay, Perú y Uruguay.
El juicio político no existe en Ecuador, pero los presidentes Bucaram, Mahuad y Gutiérrez han salido anticipadamente. El primero por decisión parlamentaria y sin que lo sucediera su vicepresidenta sino el Presidente del Congreso. En Argentina sí, pero en 2001 de la Rúa renunció por presión popular y el Congreso designó sustituto porque su Vicepresidente Alvarez también había dimitido.
Caso diferente el de Manuel Zelaya en Honduras, en 2012. Allí el Congreso decidió señalando la violación de los artículos 373 y 374 constitucionales, considerados “cláusulas pétreas”, como la prohibición de consagrar la reelección presidencial. Podían tener razones los acusadores de Zelaya, pero no en el camino usado. La Suprema Corte es la competente en la nación centroamericana para juzgar altos funcionarios, el Vicepresidente cubre la falta absoluta del Presidente y no es admisible que los militares lo saquen por la fuerza del palacio y del país.
Cumplir la Constitución es la guía en tan cruciales trances. Tanto para permanecer en el poder como para cambiar. Cumplirla, no manipularla.

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