Días tras día, los venezolanos acaban su jornada descompuestos, extenuados, inmersos en un suspenso corrosivo, pero alentados por la idea, o la sospecha, de que no hay cosa peor que el Gobierno sea capaz de hacer ya. No se puede caer más hondo, debe haberse agotado el repertorio de bajezas de las que el Gobierno puede echar mano, es la noción de todo espíritu resignado a soportar. Pero no, basta amanecer para comprobar que esa máquina de hacer daño no descansa.
Reafirman cada crueldad. Perfeccionan sus técnicas de impudicia. Vacían los residuos de escrúpulos que les quedaban en sus sucias alforjas. Salpican complicidad. Ya ni fingen siquiera. Desparraman sus burdas mentiras sin intención alguna de que sean creídas, sino tragadas enteras, y hasta celebradas. Niegan la más cierta de todas las evidencias. A estas alturas no les importa ser ni parecer honrados, ni dignos de respeto. Simplemente esperan que se les aguante tal como son, mientras puedan doblegar un poco más. Mientras reparan el sombrío final que cada uno de ellos presiente en su historia personal, con la palabra FIN en mayúsculas inevitables, a modo de inmemorial y repulsiva lápida.
Siguiendo ese guión macabro, Bernardo Álvarez, el embajador de Venezuela en la OEA, bañó de estupor a sus paisanos caroreños, que recuerdan con especial admiración a su padre, Homero Álvarez, ilustrísimo médico pediatra y puericultor, ciudadano intachable como el que más. “Él vivió salvando niños y tú, ¿cómo lo haces?”, le preguntó en carta pública un grupo de ex compañeros lasallistas. Pues bien, el embajador, trocado en godo socialista, usó esa tribuna hemisférica nada menos que para asegurar que en Venezuela no hay razón para declarar una crisis humanitaria en materia de salud. Es más, tuvo bríos, y estómago, para justificar el rechazo a la ayuda de organismos multilaterales o de gobiernos extranjeros, porque, según ese… caballero, la accesibilidad de medicamentos en nuestro país es “extraordinaria”.
Y para hundir todavía más el dedo en la llaga, en el dolor y la desesperación de tantos de sus compatriotas sentenciados a muerte, la canciller, Delcy Rodríguez, pide un derecho de palabra urgente en el Consejo Permanente de la OEA, impulsada a decirlo ella también, con sus propias torpezas, incluso en forma más grotesca y desalmada. Fue y dijo la funcionaria, en su espantoso galimatía revolucionario, que es “completamente irrespetuoso considerar que Venezuela sufre una crisis humanitaria”. Estamos “ofendiendo” a la crisis del Mediterráneo, las que se derivan de la violencia, del belicismo, del intervencionismo de los Estados Unidos, largó ella esa tesis. Como si el hambre, el desamparo social, el desahucio, una tragedia colectiva provocada y la ausencia de justicia, sea cual sea el signo ideológico que lo sustente y la era histórica que se viva; todo eso frente a la opulencia inocultable de un puñado de cínicos bien servidos, no fuesen quizá los más bárbaros estilos de desatar violencia.
Es fácil, pues, saber hacia dónde apunta el derrotero justo y verdadero. Es el inverso a la insolencia oficial. Los estertores los marcan la presidenta del CNE, Tibisay Lucena, y el TSJ, cuando dicen sí señor a todas las truculencias y avideces del poder. El referendo no se ha activado, dice Jorge Rodríguez, sí señor. Los diputados que fueron a la OEA a pedir se valore la posibilidad de apelar a la Carta Democrática, son traidores a la patria, dice Diosdado Cabello. Sí señor. Que esos fascistas sean juzgados y sentenciados por “hablar mal del país”, sí señor. Que la normativa del referendo se modifique y adecúe, que los lapsos se alteren y alarguen. Que se revisen las firmas, una a una, ¿verdad?, que se publiquen las listas y se revele la identidad de los antipatria. Que se despida a todo funcionario público que firme, sí señor. Que se persiga y aplaste, dentro de la Constitución todo. “El Presidente está en su derecho”, aclaró el árbitro hasta oscurecer. Lo más deplorable de todo es que la dudosa garante de toda transparencia electoral repite a cada instante que “no recibe presiones de nadie”. Es decir, que se humilla a placer.