Con mucha confianza, como si fueran panas –en cierta forma lo son- me quiero referir a dos grandes de la literatura universal. Los 400 años de su muerte se han conmemorado en estos días. La tradición dice que ambos murieron el 23 de abril de 1616 y en ésta se basó la Unesco para declarar en1995 la fecha como Día Internacional del Libro. Sin embargo, los estudiosos dicen que no hay tal coincidencia: Miguel de Cervantes murió el 22 y lo enterraron el 23, mientras William Shakespeare sí falleció el 23, pero según el calendario juliano que, según la conocida resistencia de ese país a los cambios, aún regía en Inglaterra, mientras España había adoptado el gregoriano desde 1582. Lo de coincidencia o no de la despedida de este mundo, es lo de menos, lo de más es la grandeza literaria de ambos: Miguel le dio al mundo el género inmortal de la novela moderna y William la genialidad universal de su teatro.
Desde muy pequeña oí hablar del Quijote como un texto indispensable de leer. Asustaba un poco el espesor del libro y el español “raro” para nosotros los hispanoamericanos. Tenía 16 años y cursaba 2º año de bachillerato en el Liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto, cuando en un alarde de madurez intelectual, decidí que lo iba a leer como tarea autoimpuesta. Decían que si uno lograba pasar del famoso y fastidioso discurso de don Alonso Quijano sobre las Armas y las Letras, ya lograba entrar en el libro. Todas las tardes, al llegar del liceo, me sentaba una hora a la tarea. Pasé el discurso y en unos cuantos meses culminé la lectura. ¿Me gustó? Puedo decir que me divertí a ratos e igualmente me fastidié. ¿Lo entendí? Creo que no, eso lo logré 63 años después.
En 2005, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, publicaron la edición del IV Centenario de la primera edición del Quijote, con prólogo de Mario Vargas Llosa. Me bebí el libro y entonces lo degusté como un exquisito vino. Descubrí, en las notas a pie de página, que en América usamos aún términos hoy arcaicos en la Madre Patria.
La película “Hamlet” –teatro filmado- protagonizada por Laurence Olivier, la vi una tarde en Caracas y a los dos días volví. Desde entonces he visto varios filmes y montajes teatrales de la obra cumbre de William. En cine destaco, entre otras, la de Mel Gibson. En teatro me tocó ver en París la de Jean-Louis Barrault. Algunos pensarán que es una herejía: no me gustó, brincaba mucho; preferí, poco después, la nuestra con Esteban Herrera, dirigida por Horacio Peterson.
Sin embargo, nada tan alucinante como el Hamlet que presencié en 1969, en Boston, con el escosés Nicol Williamson, a quien definió el gran dramaturgo inglés John Osborne como “el mejor actor desde Marlon Brando”. Joven -31 años- temperamental y audaz. En la primera función se fue del escenario, cerraron el telón, volvió a los 20 minutos. Explicó después que lo estaba haciendo muy mal y no se aguantaba a sí mismo. Leí esto y me fui a ver la obra. Fastuoso vestuario de época, pero un escenario sin decorados, sólo cortinajes y cubos negros movibles. Nicol nos dio un Hamlet juvenil, rebelde, como aquellos muchachos del momento que habían surgido del famoso mayo francés de 1968. Me impactó. No he vuelto a ver nada semejante.