¿De qué vale decir: “Paz paz”, cuando no hay paz debajo del diafragma? (Napoleón)
Es estupendo saber que cada uno de nosotros en el mundo es irrepetible, único, tan radicalmente único que cuesta convencerse de que esta singularidad se encuentra en cada punto del mundo, en cada espacio de nuestro cuerpo y circunstancias en las que nos movemos.
Somos vida en movimiento, experiencias y pasos en los que van quedando marcadas nuestras huellas. El fin de la vida es el desarrollo personal de cada uno, sus luchas, satisfacciones, ilusiones, amor. Todo esto encierra la razón de la existencia.
La vida es undívaga, recóndita y variada. Marchamos por caminos de rectas, de curvas, contra curvas y atajos, remontamos cuestas, bajamos a lo más profundo. Dentro de todos estos caminos cada uno elige quedarse aletargado pegado a la inactividad o vivir con intensidad cada época, cada día.
Contar con una vida plétora en todos los campos es privilegio de los que en medio de sus dificultades aprenden a equilibrar sus cargas. En este universo de Dios el hombre tiene todo a su alcance para ser feliz. Quien no se cansa de buscar lo que quiere, encontrará más tarde que temprano un horizonte en el que verá plasmado el verdadero sentido de su vida.
La comida es una de las mayores alegrías sólidas del ser humano. Comer es un instinto, una tendencia, una necesidad, no es un código, no acepta obstáculos ni límites para saciarse, como los otros instintos.
En el criterio confuciano el hombre es imagen igual del cielo como de la tierra, según esto cielo, tierra y hombre son manifestación de un espíritu universal. Viviendo en armonía con estos elementos se puede llegar a disfrutar la vida con gozo, a pesar de que nada es perfecto en este mundo de pensamientos elevados y de pasiones bajas.
Curiosamente quienes mejor expresan la plenitud de la vida a pesar de sus oscuridades y tragedias, son aquellos que con sublime encanto la pintan, la esculpen, le cantan, y componen versos. Ellos convierten el ultraje del tiempo y de las adversidades en el hechizo de un paisaje, una flor, una melodía, una entrada de alba, un sonriente ocaso.
La mayoría de las plenitudes están dentro de cada uno, siendo la más apreciada de todas la de tener el estómago satisfecho. Razón tuvo Napoleón cuando él mismo se preguntara en el furor de la guerra: ¿De qué vale decir: “Paz, paz” cuando no hay paz debajo del diafragma?
Cuando al pueblo lo carcome el hambre pierde la paciencia, reclamando a su hambreador el derecho que tiene de alimentarse. El hambre de los pueblos ha provocado la caída de imperios, ha producido el derrumbe de los más poderosos regímenes y reinos de terror. “El mejor camino hacia el corazón de un ser humano pasa por la plenitud de su estómago” (Confucio). Cuando la carne está satisfecha, el espíritu está más tranquilo y más cómodo, se sonríe con placer, se cuida, se ama y se aprecia más la vida.
Venezuela padece el hambre a que la ha condenado la indolencia. Mientras arriba trabaja Dios, los dedos del tiempo van removiendo los crueles parapetos de la injusticia y obstáculos inhumanos hasta poner fin al reino del terror. Cuando el cielo se estremece ante la maldad, la iniquidad y la falta de compasión, procede a derriba por igual reyes, torres, tiranos, alfiles y peones.
El hambre es la furia que roe sin piedad el sentimiento que transforma en enfermedad y muerte la plenitud del supremo derecho que tiene una nación a su alimento, a su salud y a su alegría.