Fernando Botero y la deformidad

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Los cachacos colombianos deben sentir una envidia enorme por el hecho de que este extraordinario pintor, así como el novelista Gabriel García Márquez, sean nativos de la costa colombiana.

Medellín vio nacer en 1932 a este extraordinario pintor y escultor, a quien se le considera de los mejores del planeta. Voy a intentar en apretada síntesis mostrar en qué consiste la grandeza indiscutida de Botero desde una lectura de Marta Traba y su libro Historia abierta del arte colombiano.

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Afirma la escritora argentina que el artista es un hecho emergente, que aparece abruptamente en una sociedad turbulenta que llega a su clímax con el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948, una verdadera traición al pueblo, herida abierta hasta los días que corren.

De joven viajó a Italia a estudiar a dos de sus inspiradores: Piero de la Francesca y más claramente Paolo Uccello, pintores del Renacimiento, con lo cual su obra adquiere una profunda estructura de sentido. En 1958 expone La camera deglispossi, una gigantesca caricatura de la familia Gonzaga, en la cual se anuncian los principios deformantes de su obra hasta el presente. El primero de ellos y más revolucionario será la eliminación del aire circulante, que implica a su vez el desprecio por el cubo escénico. Esto significa un rechazo a la pintura renacentista que le dio origen y eliminando cualquier sospecha de arcaísmo. Así destruye el equilibrio entre forma y espacio que la contiene, y destruye la concepción ilusionista de una realidad corregida por el artista. La obra es trasportada a un plano de pura irrealidad.

Crea el artista una iconografía voluntariamente estática, pero el color le da atribuciones dinámicas. Botero es un gran colorista, una verdadera hazaña. Otro rasgo boteriano es su sentido del humor y que se muestra con grandeza en su obra La apoteosis de Ramón Hoyos, de 1959. Es una radiografía del país, de sus miserias. Nace una conciencia fustigante de la realidad colombiana. Se inclina por lo grotesco y rechaza la tragedia.

El Nobel de literatura y Botero tienen una postura tan paralela de la realidad nacional colombiana. El Gabo con un surrealismo sui géneris donde el mayor encanto proviene de que las cosas parezcan verdad. Botero engrana su obra en un idéntico surrealismo, en una nueva dimensión del absurdo, más verídica y compuesta, más instintiva y menos ingeniosa, revestida de la misma falsa inocencia que tiñe los relatos elementales de García Márquez.Llevar la situación surrealista a un plano de normalidad es precisamente la aportación original de ambos artistas a las múltiples vías irracionales que sigue hoy en día el arte contemporáneo, desde el dadá al pop art. La originalidad del Gabo es que no es Poe ni Truman Capote, así como Botero no es Magritte ni Pistoletto. Ni la construcción inteligente del absurdo intelectual, ni la aguda noción del disparate que se desprende de las sociedades industrializadas.

La coherencia de Botero, su altísimo poder significante se manifiesta justamente de esa relación perfecta de los dos pintores renacentistas que escogió como puntos de partida, y el modo como los ordenó en una visión original. Su obra desciende de dos “congelantes” de la acción, de dos geometrizantes irrealistas del Renacimiento italiano: de la Francesca y Uccello y sus formas quietas en medio de un espacio móvil. Para evitarlo, Botero va ampliando la figura hasta que llega a cubrir la casi totalidad del cuadro y la circulación queda reprimida por esa incontenible y monstruosa expansión. La tela queda anegada por la imagen.

En pleno siglo XX, Colombia da estos dos formidables cronistas, como si pertenecieran en tiempos de la Conquista y la Independencia. Dos genios, sin duda.

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