A lo largo de la historia política han quedado reseñados para la eternidad los nombres de algunos personajes cuyos planteamientos y/o actuaciones han tenido repercusiones universales; estas figuras, de una u otra manera, han incidido en el curso positivo y en el avance de la sociedad global hasta nuestros días. Tales son los casos, por ejemplo, de Rousseau, Montesquieu, Simón Bolívar, George Washington, entre otros, solo para nombrar a cuatro de los principalísimos protagonistas de nuestro transcurso terrenal.
Pero de igual forma, la raza humana ha exhibido especímenes que si bien son dignos de estudiar por sus habilidades para poner en práctica el arte de la política, también lo son por representara su vez la antítesis del desempeño honesto y de compromiso con las grandes mayorías sociales. Uno de esos personajes, tal vez para muchos, el más emblemático de todos por considerarse que encarnó lo peor en el quehacer de la política, es, sin lugar a dudas, el francés Joseph Fouché.
Fouché fue un político ambicioso que no tuvo empacho para mantenerse en el poder a costa de lo que fuere; audaz, calculador, frío, artero, cínico, intrigante, artista del doblez e indescifrable para que sus propósitos estuvieran blindados ante posibles amenazas. Nunca se mostró más de la cuenta en la vida pública; todo lo contrario, prefirió actuar tras de bastidores, en la sombra, antes que ostentar un cargo de gobernante. Es decir, su modus operandi consistió en mover los hilos del poder a través de movimientos sigilosos, bien calculados e imperceptibles a la vista del entorno político. Era tal su pericia en el arte de la manipulación que cuando su estatus de poder se deterioraba o intuía amenazado, creaba una atmósfera de caos en el ambiente donde se desenvolvía para que su presencia y actuación fuese requerida, haciéndose de esta manera imprescindible en el tablero político. Se puede decir que el discípulo más conspicuo de Maquiavelo fue Fouché.
Fue tal la reputación de este desdeñable francés que el propio Napoleón Bonaparte siempre estuvo alerta ante sus actuaciones como Jefe de la Policía francesa, ya que no era un secreto su maestría para manejar la información a favor de sus propios intereses y la de “cocinero de la conspiración”, tal como en algún momento lo calificó muy acertadamente Maximiliano Robespierre. Napoleón incluso llegó a señalar que “si la traición tuviese un nombre sería Fouché».
Ahora bien, la conducta de Fouché no quedó confinada a los hechos históricos acaecidos en los finales del siglo XVIII y comienzos del XIX; más bien pareciera que la axiología que lo distinguió durante su existencia como político exitoso ha sido transmutada al tiempo y al espacio en que vivimos; esto lo señalo porque en Venezuela y muy particularmente en nuestra geografía larense observamos con estupor las andanzas de individuos que muestran de manera desvergonzada la “moral” foucheciana, es decir, el conjunto de “valores” que determinaron la racionalidad con la cual actuó Fouché en su demoníaca carrera política y que sin ningún tipo de escrúpulos exhiben en sus comportamientos y en sus acciones como sobresalientes discípulos criollos.
Quizás la perspicacia de los seguidores del pulso político regional les permita ubicar al personaje larense más destacado del prototipo abyecto descrito en el párrafo anterior, ya que sus actuaciones con sus respectivas consecuencias están a la vista de muchos; a saber, entre otras, la purga a cuentagotas de prometedores líderes de la organización en la cual ejerce una altísima responsabilidad, por no mostrarse serviles a sus despropósitos y su intención de ejercer el control total de esa plataforma política mediante la praxis maquiavélica de torpedear su crecimiento cualitativo y cuantitativo, sin importarle que con ello esta instancia de lucha que en sus inicios fue la más prometedora en estos tiempos de cambio, se encamine a padecer el “síndrome URD”.
Tarquino Barreto