Es difícil hablar por la vida cuando uno ha visto en estos días la muerte tan de cerca. Mi hermana Cecilia murió el 16 de marzo, era dos años menor que yo. Es, porque está presente en la eternidad, pero ya sin años, fuera del tiempo. Es en esta fe que puedo hablar por la vida y de una muy singular manera: a propósito de los Rolling Stone.
Para mí ellos representan una afirmación de vida, porque ya viejos como están, en plena edad del retiro, se suben al escenario, se entregan con frenesí a su música instrumental, su canciones, sus contorsiones y arrebatan al público de miles de personas y de todas las edades, que baila con ellos. Acaba de suceder en Viña del Mar, acaba de repetirse en La Habana.
Son un fenómeno de supervivencia. Son un canto a la vida, aunque uno vea sus rostros tan maltratados por el tiempo.
Los vi en la juventud de ellos y ya en la madurez mía, en la ciudad de Boston, en un local inmenso para presentaciones de boxeo, el Boston Garden, corría el año 1969. ¿Qué hacía yo ahí? En primer lugar, pasaba una temporada con una hermana y su familia que residían allí. En segundo lugar, un adolescente sobrino de ambas estaba también con nosotros, cursando un año de bachillerato para aprender inglés y resolvimos él y yo, junto con otro joven venezolano, su amigo, ir al concierto de los Rolling Stone. Decisión muy natural en ellos, por supuesto, estaban en la edad justa de apasionarse por esa locura de música y muy antinatural en mi, una mujer de 43 años con intereses muy diferentes. Sin embargo, tenía curiosidad por observar de cerca esos fenómenos culturales aun sin entenderlos y, por otra parte, no quería que me sucediera lo que dos años antes.
Estaba en París cuando se presentaron por primera y única vez los Beatles -cuya revolución mundial no podemos negar- y estaba también, jovencito, mi primo Alfredo Rugeles. Resolvimos los dos ir al concierto, ¡pero a él se le olvidó comprarme la entrada! Me quedé con esa falla beatlesiana para toda a vida.
Entrar y llegar a nuestro sitio en el Boston Garden nos costó media hora. Era un río caudaloso de jóvenes. Miraba y miraba a todos lados buscando alguna cara madura pero no la hallé, tan sólo una pareja que andaría por la treintena. Al arribar los músicos a la tarima, la masa rugió. Empezó el concierto y se hizo un silencio, duró poco, algo así como un rito religioso fue tomando cuerpo. Los jóvenes iban entrando en trance, se sumaban al ritmo monótono y enardecedor, ¿satánico?, tal vez. Subidos en las sillas, la droga imponía su presencia. Empezando por la estrella Mick Jagger, dueño y señor del espectáculo: hora y media de torbellino, tocaba, cantaba, bailaba, como conectado a un motor. Nadie puede moverse así tan prolongado tiempo si un poderoso estimulante artificial. Cuando terminó aquel espectáculo mítico-mágico-religioso, los jóvenes caían por todas partes, hasta los rieles del metro uno, por fortuna con tiempo para ser rescatado.
Los Rolling Stone de hace 47 años siguen en pie, dando lecciones de vida. Espero que ahora tengan una más morigerada, más de acuerdo a la tercera edad, pero diciéndole a ésta, que a veces se quiere entregar, como alguna gente de nuestro país en crisis que se inclina a la desesperanza: ¡ea, mientras estemos aquí se vive y se lucha por la vida!
