Las películas antiguas tienen la magia de mostrarnos la moda, las costumbres, los vehículos, las casas y los rostros del ayer.
Esa gran ventana a nuestro pasado muchas veces es más atrayente que la propia trama o la actuación de sus protagonistas. Si uno vuelve a ver los capítulos originales de la serie Lassie podrá asomarse a sus anchas al tipo de vida de los granjeros norteamericanos de los años cincuenta, las primeras películas de Marlon Brando presentan nuevos atractivos si uno desliza la atención hacia el entorno que les sirvió de escenario y poder apreciar aunque sea de reojo el paisaje que sostuvo la aventura humana en un ayer que todo el mundo le pasó a la carrera porque los historiadores tienen la manía de usar largavistas que miran siglos con claridad y las décadas las observan siempre borrosas.
En Venezuela a falta de películas, aunque hay algunos documentales formidables, debemos hurgar en álbumes fotográficos, en libros de época y en la memoria propia y ajena. Carora por ejemplo tuvo un florecimiento económico importante a mediados del siglo 20 que prohijó un tipo de vida donde la diversidad cultural y los contrastes sociales reafirmaron un apego telúrico desde el cual gente talentosa mostró nuestras intimidades localistas como un producto universal.
Por ello habría que preguntarse cómo eran los caroreños en los años sesenta, cuando Venezuela estrenaba Democracia, Fidel Castro intentaba exportar el comunismo hacia América Latina, el béisbol local era muchas veces pasantía para las grandes ligas, las aceras de las calles principales se convertían en apacibles recibos colectivos todas las tardes, y los pericos, el viento, la ingenuidad y el asombro convivían en la inmensa soledad de un verano donde respetuosos de Dios y las formalidades la única venganza posible contra las distancias era el burlarnos de nosotros mismos, por arruinados, por locos, por gallinas, por flacos, por gordos, por feos, por brutos, por imprudentes, por hablachentos, por cualquier cosa, aunque a la larga extendiéramos un perdón general que nos redimía colectivamente y en nuestro inconsciente pensábamos que hasta Dios debía ser indulgente con nuestra forma de ser ya que al final todo se debía al aburrimiento causado por la inteligencia obligada a morar en mitad de un desierto.
La Plaza Bolívar de los años cincuenta era un castillo con verjas altas y puertas que Vicente el placero cerraba antes de medianoche, enormes árboles de mango y almendrón regalaban un techo natural casi continuo, las caminerías eran angostas y Bolívar siempre de busto se escondía entre lo verde y lo sombreado. Un grupo de caroreños fue un día a la Gobernación de Lara para pedir que nos pusieran un Bolívar montado a caballo como en las grandes ciudades ya que Carora calificaba en ese rango de importancia y allá les dijeron que el busto que teníamos era el adecuado porque representaba al Bolívar intelectual y nuestra ciudad tenía más vocación hacia las letras que hacia lo militar, además que dicha imagen era única hecha por un artista peruano galardonado internacionalmente.
Con esta explicación la comisión de ilustres paisanos se quedó tranquila aunque los muchachos de aquel tiempo siempre quisimos a un Bolívar jinete que nos acompañara a jugar en las tardes de indios y vaqueros cuando las escobas se transformaban en raudos corceles y la mano en una pistola de mil tiros con el percutor bullicioso de una garganta infatigable. Carora… siempre Carora.