El 19 de marzo se clausuró en Puerto Rico, el VII Congreso Internacional de la Lengua española. Había comenzado el 11 en medio de las polémicas causadas nada menos y nada más, por las intervenciones del rey Juan Carlos, quien afirmara estar muy alegre por “haber regresado a los Estados Unidos” y la del Director del Cervantes, quien afirmó que era el primer Congreso internacional de la Lengua que “no se realizaba en Hispanoamérica”. El escritor Eduardo Lalo calificó al día siguiente, de torpeza diplomática lo ocurrido.
Ya el presidente de la comisión organizadora del CILE, Héctor Feliciano, había afirmado como diferencia simbólica con los anteriores congresos, que en Puerto Rico, “El idioma es un hecho político”, puesto que en dicho país aunque el español y el inglés tienen el rango de lenguas oficiales, sólo un 20% es bilingüe. Hasta mediados del siglo pasado, se ocultaba en las escuelas el hecho de dar las clases en español y no en inglés, convirtiendo la resistencia y persistencia del idioma en la isla, como símbolo de la identidad nacional puertorriqueña.
No ha sido fácil definir la identidad para una isla considerada legalmente como Estado Libre Asociado a los EEUU, sin derecho al voto y cuyo ingreso per cápita si bien es superior al chileno, es inferior al de los habitantes de Missisipi, el estado más deprimido de la Unión. Lo cual habla de grandes diferencias legales y económicas. “Materialismo mágico”, llama Luis Rafael Sánchez, al lazo entre los puertorriqueños afincados por razones laborales en el Bronx de Nueva York y la isla, cuya mejor fórmula de identidad, ha sido hasta ahora, la permanencia del español como lengua, aunque aún se enseñe y aprenda la ciencia en inglés, como es el caso de la Facultad de Medicina y siga siendo la lengua de los negocios.
Dentro de dicho contexto, resulta polisémico el lema del VII CILE: “Lengua española y creatividad”, sujeto a posibles lecturas de aceptación tácita de diferencias ya no de contenido ni de formas, sino de la lengua misma, entre las humanidades y las ciencias, no solamente las llamadas “duras” sino las que se cruzan con el arte, como es el caso de la arquitectura. Lo cual no impide decir al autor de la “La guaracha y el Macho Camacho”, Luis Rafael Sánchez, que “El idioma es nuestra última trinchera”, asunto que levita en sus novelas a la manera de una afirmación de la “puertorriqueñidad” del idioma isleño. Lo cual es válido para el español hablado en otros países del caribe como el nuestro, cuya cadencia está íntimamente imbricada con la música, las onomatopeyas y los rasgos hiperbólicos, que definen ciertas maneras de concebir la realidad y de manejar el humor, a la manera de formas de resistencia y de ataque desacralizante, presente no sólo en el discurso, sino en la forma de operar el idioma.
Sabido es que la lengua es legado cultural y en consecuencia ha sido también patria, para el desterrado o para el escritor. Que una de las maneras de eliminar la memoria e historia de un pueblo es privarlo de la misma, valga el trágico ejemplo de los reinos africanos, cuyos seres humanos, devenidos en mercancía por obra y gracia de los esclavistas, llegaron encadenados y silenciados a lo que fuera llamado el Nuevo Mundo. Que también es legado familiar con su sistema de inclusiones y exclusiones para nombrar el universo del cual somos apenas un destello de luz.
Este Congreso celebrado en Puerto Rico, nos ratifica que hablar de lenguaje, es hablar de identidad. Nos reconocemos en nuestra lengua, en nuestra habla, porque ella nos entrega las palabras para nombrar la realidad conocida y la imaginada por todos o por alguno. De recordarla y reinventarla, puesto que es materia prima de la poesía y de la literatura; de la esencia de nuestra humanidad, puesto que sólo a través de la misma podemos aprehender la complejidad de una fórmula científica o la sencillez de una flor, cuya imagen poética persistirá por siglos a diferencia de la flor misma. En fin, de la intensidad de un sentimiento o la percepción de la belleza de la vida. Una buena razón para cuidarla.