Fin del mundo y resurrección están conectados. Jesucristo no sólo ha resucitado El, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros: saldremos a una resurrección de vida o a una de condenación, según nuestras obras (cfr. Jn 6,40 y 5,29).
¿Qué significa, entonces, resucitar? Resurrección es la reunión de nuestra alma con nuestro propio cuerpo, pero glorificado. Resurrección no significa que volveremos a una vida como la que tenemos ahora. Al reunirlos con nuestras almas, serán cuerpos incorruptibles, que ya no sufrirán, ni se enfermarán, no envejecerán. Serán cuerpos gloriosos y, además, inmortales.
¿Cuándo seremos resucitados? Y aquí está la conexión. El Catecismo de la Iglesia Católica (#1001), basándose en la Sagrada Escritura responde así: “Sin duda en el “último día”, “al fin del mundo” … ¿Quién conoce este momento? Nadie. De lo que sí estamos seguros es que cada vez está más cerca. Pero ni los Ángeles del Cielo lo conocen, dice el Señor: sólo el Padre Celestial conoce el momento en que “el Hijo del Hombre vendrá entre las nubes con gran poder y gloria”, para juzgar a vivos y muertos.
¡Será el momento más importante y espectacular de la historia de la humanidad! Y en ese momento será nuestra resurrección: resucitaremos para la vida eterna en el Cielo -los que hayamos obrado bien- y resucitaremos para la condenación -los que hayamos obrado mal.
Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no hemos sepultado nuestro “yo”. Y nuestro “yo” incluye, no sólo nuestras tendencias al pecado, sino también los deseos y planes nuestros que no están en la línea de la voluntad de Dios para nosotros.
La Resurrección de Cristo nos invita también a tener nuestra mirada fija en el Cielo. Así nos dice San Pablo: “Puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba …pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra” (Col. 3, 1-4).
¿Qué significa este importante consejo de San Pablo? Significa que, siendo la vida en esta tierra la antesala de la vida eterna, debemos darnos cuenta de cuál es nuestra meta. Debemos darnos cuenta que no fuimos creados sólo para esta antesala, sino para el Cielo, donde estaremos con Cristo, resucitados -como El- en cuerpos gloriosos.
Y poner el corazón en “los bienes del Cielo” significa poner a Dios en primer lugar en nuestra vida y a amarlo sobre todo lo demás. Y poner a Dios en primer lugar es ponerlo antes que nadie, antes que nada y -sobre todo- antes que uno mismo. El y Su Voluntad primero que “yo”, primero que mi “yo”.
Así podremos ser candidatos a una resurrección de Vida, porque hemos sabido estar atentos a los “bienes del Cielo” y hemos puesto a los de la tierra en su justo lugar: después de Dios.
Así que, buscar la felicidad en esta tierra y concentrar todos nuestros esfuerzos en lo de aquí, es perder de vista el Cielo. Si la razón de nuestra vida es que nuestra alma llegue al Cielo para después resucitar en el momento del fin del mundo, y así seguir disfrutando la felicidad del Cielo –ya entonces en cuerpo y alma- es fácil deducir que hacia esa meta debemos dirigir todos nuestros esfuerzos.
Si nuestro interés primordial es el logro de la Vida Eterna en el Cielo, no tendríamos que temer el fin del mundo, ni cuándo sucederá.
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