La actitud de Maduro en Miraflores es la del inquilino que no paga el alquiler ni los servicios, convirtiendo el inmueble en un asco. Una suerte de vecino insufrible que nadie sabe a qué se dedica, pero tiene automóviles de lujo, viaja en aviones privados, usa solo ropa importada y aquella casa parece un antro donde entra y sale gente a toda hora. El dueño –léase el pueblo– le ha pedido, reiteradamente, que le entregue su propiedad para repararla y evitar que se caiga, pero el inquilino responde: “De aquí no me saca nadie”, ni Dios, faltó decir…
Luego -embutido en la bandera de Venezuela- perifonea urbi et orbi que no le da la gana salir del Palacio de Misia Jacinta, porque él es legatario de una entidad sobrenatural e inmortal que ejerce el poder postmortem y ad infinitum en esta silueta de país que somos. Por lo cual no solo dispone de la mansión de Misia Jacinta, sino que es amo de lo existente en las arcas, en el erario, en las reservas internacionales. También es dueño de lo que se ve en la superficie y de cuanta riqueza mineral exista en el subsuelo de la patria.
Cree, además que dada su condición de heredero del “eterno” goza de un poder omnímodo para entregarles a los Castro, a cambio de nada, la soberanía con todo y sus riquezas naturales y artificiales. Cuando se acabó la bonanza de los altos precios petroleros empezó a pensar cómo hacer para seguir dándole lo suyo a los Castro.
Entonces se le ocurrió una idea “genial”: entregarle a los chinos y a los rusos –sin consultar a la AN- lo que queda en eso que los expertos llaman el arco minero del Orinoco, donde hay oro, diamante, coltán, uranio y otros minerales, cuya venta permitiría que el destructor de Miraflores siga sentado allí, en el trono, hasta que la muerte los separe.
Tampoco es que olvidan al “oro negro” que ha sostenido los caprichos de los capitostes de esta plutocracia roja ignorante e indolente. Lo tienen presente, por ello lo han entregado a 17 naciones para que exploten –hasta la última gota– la faja petrolífera del Orinoco. Los depredadores de este socialismo decimonónico han puesto sus ojos y sus garras en el macizo guayanés, para convertirlo en liquidez y seguir llenando el saco sin fondo de la dupla madurocabellista.
A todas estas, la casa sigue su indetenible proceso de destrucción. Las bases, otrora firmes, están carcomidas por termitas de inagotables apetito. El techo está lleno de troneras que inundan en invierno y calientan como un horno en verano. Por los grifos sale un líquido viscoso y marrón, más propicio para la proliferación de bacterias que para la necesaria higiene, y la luz eléctrica es casi un recuerdo de tiempos mejores. Pero el piso se le mueve al inquilino, cada vez que su cuerpo de mastodonte se desplaza por su superficie, pues el subsuelo está invadido por todo tipo de alimañas y filtraciones que lo horadan con mucha prisa y sin pausa.
Pero no solo el interior, las adyacencias y espacios más lejanos igual son una muestra de la desidia, incompetencia y dejadez de un grupete de malvivientes, que recibió como herencia un territorio al que han esquilmado hasta dejarlo en ruinas.
Eso sí, el inquilino no hace cola, tampoco sus cortesanos. Tiene mayordomo, cocinero, ama de llaves, choferes, pilotos, tsj, cúpula militar y el resto de los privilegios que le proporciona el poder. Por eso, aunque todo sea desolación, ruina, miseria y violencia para el pueblo, repite hasta la saciedad: “De aquí no me saca nadie”. Eso dice y cree él. Amanecerá y veremos…