Adolfo Suárez era un funcionario gris de la dictadura franquista, desconocido para la mayoría de sus compatriotas que, gracias a los vaivenes de la política, terminó convirtiéndose en líder de la transición y factor clave en la restauración de la democracia española. Una vez muerto Franco, existían diversos grupos dentro del franquismo que apostaban por la continuidad de la dictadura, mientras que la oposición, estaba tan disgregada que difícilmente podía representar una opción de poder.
El Rey Juan Carlos le encomendó a Adolfo Suárez la tarea de formar gobierno, y Suárez, en vez de afianzar el poder de los suyos, desmontó el aparato de dominación franquista en apenas dos años y medio y llevó al país a sus primeras elecciones libres en cuarenta años. El primer paso de este espinoso proceso fue una Ley de Amnistía que devolvió a las calles a cientos de presos políticos, al tiempo que legalizó los partidos políticos para que pudieran comenzar a organizar su trabajo a favor de la democratización del país.
En nuestro país desde hace un par de años entramos en un proceso de transición, dentro del cual la elección parlamentaria del pasado mes de diciembre constituye un hito que muy probablemente acelerará los cambios políticos que se iniciaron con la muerte del Presidente Chávez en el año 2013.
Ahora bien, cada transición tiene su particularidad y sus tiempos, y como todo proceso social apurarlo o retrasarlo tiene sus costos políticos para los actores.
Un proceso de tal naturaleza es muy complejo. El escenario político luce muy complicado por la negativa del gobierno a reconocer el poder legítimo de la Asamblea Nacional y la voluntad popular de millones de ciudadanos que votaron por la Mesa de la Unidad Democrática.
Aunado a ello la persistencia en la implementación de un modelo económico que condujo al país a la ruina en el medio de la bonanza petrolera, hace muy difícil tender puentes entre los diversos sectores.
En este contexto, es necesario resaltar la importancia fundamental del liderazgo político de la oposición, dentro del cual despuntan varios líderes: Leopoldo López, Henrique Capriles, Henri Falcón y Henry Ramos Allup.
Y entonces nos preguntamos: ¿Estará en este grupo de políticos el líder de nuestra transición?. ¿Será alguno de ellos el Adolfo Suárez venezolano? ¿o, como en el caso español, será alguien proveniente del propio régimen?. Y agrego una interrogante más: ¿Será alguien que actualmente mantiene un bajo perfil y en su momento sabrá asumir su rol estelar?
El caso español es paradigmático y es muy útil desde el punto de vista de la política comparada, porque ilustra muy bien que incluso cuando parece que están cerradas todas las vías, siempre hay un espacio para ponerse de acuerdo. En nuestro país a ambos factores le conviene una transición ordenada: al chavismo, para no desaparecer como opción política y tener tiempo para recomponer sus fuerzas, y a la oposición para demostrar que está preparada para ser gobierno y presentar una candidatura unitaria ante una eventual elección presidencial.
Es necesario que se manifieste con fuerza una conducción política sensata y firme frente al cambio que se inició, porque no estamos a las puertas de un estallido social como dicen algunos, sino estamos muy cerca de la anarquía y del desdibujamiento total de las mínimas normas de convivencia.
El líder que conduzca la transición debe ser un estadista tal y como lo fue Suárez en su momento. La primera tarea será la reconciliación nacional a través de la despolarización política. La Ley de Amnistía sería un buen comienzo para allanar este camino.
La principal amenaza a un proceso de tal magnitud es la presión de los radicales de ambos lados. Los opositores que tachan de “colaboracionistas” a Falcón o a Capriles por sus posiciones ponderadas, o los oficialistas que piensan que corregir los desequilibrios económicos es “traicionar el legado del Presidente Chávez” A diferencia de la España sometida a la larga y retrógrada dictadura franquista, algunos espacios de ejercicio de poder democrático en nuestro país han sobrevivido a lo largo de estos diecisiete años, que, sin duda, constituirán importantes activos para la reconstrucción de la convivencia.
De una cosa estamos seguros: estamos en transición. Lo que no está claro es quién o quienes la liderarán.