La perversidad que brota del poder pareciera haberse escurrido hacia el sur del país, en dirección a la Amazonía venezolana. Dos hechos distintos, aunque hijos de una misma desgracia, se aposentaron sobre el estado que lleva el nombre del Libertador, para deshonrarlo.
Primero, la desaparición de los 28 mineros de Tumeremo. Ni siquiera sus familiares dudaban, al día siguiente, de que se trataba de una masacre; y, en un rapto de extrema humildad, apenas exigían que les entregaran los cuerpos de sus deudos. No se atrevían a reclamar justicia.
De entrada, el gobernador del estado Bolívar, general Francisco Rangel Gómez, trató de minimizar los hechos. Dijo que las denuncias que se hacían, a partir del testimonio de los sobrevivientes, pretendían “aterrorizar al pueblo”. En tanto, la bancada oficialista negaba en la Asamblea Nacional sus votos a la propuesta de abrir una averiguación. Alegaban que todo era un “show mediático” para opacar el tercer aniversario de la “siembra” de Hugo Chávez. Como si su memoria fuese la única que merece respeto.
La fiscalía y el defensor del pueblo reconocieron, de a poco, la veracidad del sombrío suceso. Dieron cuenta de la identificación de los miembros de una banda dirigida por un pran ecuatoriano, “El Topo”, con entrenamiento paramilitar en Colombia. Sentían así el alivio de achacar a terceros la autoría de todo lo malo que ocurra en Venezuela.
¿Ignoraba el gobernador la existencia de esa banda? ¿No se sintió motivado a seguirle el rastro a quien tiene fama de descuartizar con una motosierra a sus víctimas? ¿Acaso no cumplía “El Topo” el encargo de despejar la zona en que han posado sus codiciosos ojos aquellos que, atraídos por el lucrativo negocio que ofrece el decreto del Arco Minero del Orinoco, arrasan miles de hectáreas de reserva forestal y contaminan los ríos, en desmedro mortal de etnias sumidas en el miedo y en la más absoluta de las indefensiones, ahora frente a otro Conquistador, tan desalmado y sanguinario como el anterior?
Es, ciertamente, un exterminio de pueblos originarios que va para 500 años, desde que se propagó la leyenda de El Dorado. Pero tampoco la bota actual reivindica a nuestros aborígenes, por más que los mencione tanto en los actos públicos y recite sus loas de ocasión a la “Pachamama”. Agotado el rentismo petrolero, esta fiebre recurrente por el oro se ve atizada al estimarse unas reserva de 7.000 toneladas del metal precioso, que a un precio de 1.000 dólares la onza alcanzan una colosal fortuna de 200.000 millones de dólares. ¿Se entiende ahora la voracidad criminal? ¿Se comprende por qué ese decreto del Arco Minero del Orinoco, conforme alerta Provea, suspende las garantías constitucionales y universales en una extensión tan vasta como 111.000 kilómetros cuadrados, es decir, 12,2% del territorio nacional, con miras a abrirle cauce a la explotación por parte de agentes nacionales y extranjeros?
Una segunda masacre fue perpetrada, en tiempo récord, en Bolívar. Nada de raro tiene que el otro zarpazo buscara acallar a un diario crítico, Correo del Caroní. Mientras hay lenidad manifiesta frente al crimen, el Poder Judicial se ensaña contra David Natera Febres, el muy recto editor de ese medio impreso, ya castigado con la falta de papel, al igual que el periódico La Mañana, que acaba de dejar de circular en Falcón (el próximo en la lista sería El Carabobeño). A Natera Febres lo condenan a cuatro años de prisión, lo multan, le imponen presentación cada 30 días ante el tribunal, le prohíben salir del país y enajenar bienes. Correo del Caroní no podrá volver a publicar una sola letra sobre esa red de extorsiones expuesta en sus páginas con tanta seriedad, que incluso esa investigación dio pie a sanciones judiciales.
La “justicia” consagra la censura previa. En lugar de perseguir al corrupto aplasta a quien lo señala. Incurre además en la aberración jurídica de condenar a alguien por difamación e injuria, cuando cualquier estudiante de derecho sabe que se incurre en la comisión de uno de esos delitos o en el otro, pero jamás en ambos a la vez.
Se trata, pues, de dos masacres perpetradas en el corto lapso de una semana. Una contra quienes escarban la tierra en busca de oro. Otra, en perjuicio de aquellos que hurgan en los entramados del vicio y las corruptelas, deseosos de que brille la verdad y se haga justicia. Son dos masacres, dos.