Editorial: Juego trancado

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Un abogado venezolano, Antonio Canova, revisó y clasificó junto a otros colegas suyos las 45.474 sentencias dictadas entre los años 2004 y 2013 por tres Salas del Tribunal Supremo de Justicia: la Político-Administrativa, la Electoral y la Constitucional, hasta llegar a la conclusión de que ninguna de esas decisiones fue desfavorable a Miraflores.

Peor aún, el autor del libro El TSJ al Servicio de la Revolución (Editorial Galipán), sostiene algo que está a la vista, pero que de todas formas hace un buen servicio intelectual al advertirlo: desde la muerte del presidente Hugo Chávez, en marzo de 2013 según la versión oficial, la politización de la justicia se ha hecho más evidente, más descarada.

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Es que no se guardan ya ni las formas, mucho menos hay discreción alguna en cuanto a dejar clara constancia del carácter de subordinación que el máximo tribunal del país acusa en sus fallos, frente al Gobierno. Desde aquel “Uh, ah, Chávez no se va”, que el entonces presidente del TSJ, Omar Mora Díaz, voceó en la apertura del Año Judicial, en 2007, pasando por la tesis de Luisa Estela Morales, en 2009, cuando se atrevió a soltar ese salvaje concepto que horrorizaría al Barón de Montesquieu, según el cual “la división de poderes debilita al Estado”, la connivencia o complicidad con el oficialismo y sus intereses ha llegado a tal punto de degradación, que ha pervertido por completo al sistema judicial venezolano, va- ciándolo de trazo alguno de dignidad, de fiel de la balanza. En una palabra, no hay justicia sino ventrílocuos con toga manipulados por sus camaradas en el Gobierno. Suena a perogrullada, pero aquí no hay tribunales fiables, autónomos. No hay jueces en capacidad de obrar conforme a lo que dictan su conciencia y la verdad procesal. Y sin justicia, ¿puede haber paz, puede abrigarse la esperanza de salir de esta grave crisis institucional, atizada precisamente por quienes están llamados a evitar la inminencia del desmadre?

Lo último es ya una barrabasada. Un abuso inexcusable. En febrero, la Sala Constitucional “interpreta” el texto de la Constitución, hasta ponerla a decir, como si se tratara de Kini o Lalo, alguno de los muñecos de Carlos Donoso, que la Asamblea Nacional carece, ahora, del control político que le permite rechazar el Estado de Emergencia decretado por Nicolás Maduro sólo para inventar unos “motores” incapaces de arrancar, atascados en los cenagales de un fracaso que nos tiene al borde de la hambruna, de una emergencia humanitaria.

Luego ocurre lo insólito. Aparte de que el Gobierno proclama a los cuatro vientos que no acatará las leyes que emanen del parlamento, sin que los “garantes” de la legalidad se inmuten por ello, el primero de marzo el TSJ se anticipa a los puntos de cuenta de la Asamblea Nacional, y apenas unas horas antes de que comenzara el debate sobre las copiosas irregularidades detectadas en la designación, en diciembre, de los magistrados exprés, difunde la sentencia que pretendió limitar las facultades de la AN, entre ellas la de interpelar funcionarios y, la que más los escandalizaba, la de que pudieran ser jurungados los currículos de los flamantes magistrados.

No les importó echar por tierra sus anteriores decisiones, la jurisprudencia sentada por ellos mismos en letra cuya tinta aún está fresca. La sentencia número 9 de la Sala Constitucional fue adoptada sin el quórum de deliberación, que lo hacen las dos terceras partes del cuerpo. No llevaba estampada la firma, precisamente, de tres de los togados objetados, incluyendo a Calixto Ortega, quien se refugió allí luego de no salir electo diputado. ¿Cabe acaso mayor desfachatez?

Ahora tenemos un parlamento que despacha leyes condenadas a no ser ejecutadas. Un Poder Judicial que, en el clímax de su desprestigio, emite sentencias nulas. Y encima, un Ejecutivo sin contrapesos y de espaldas al país.

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