Con Luis Alberto Machado se marcha un grande de la venezolanidad y de la humanidad. Maestro de la política como servicio; del cristianismo creído, sentido y vivido; de la solidaridad humana, y de la inteligencia como derecho de todos y como deber de curiosidad y comprensión incansables, fue este caraqueño que nació y murió en esta su ciudad, de la que fue vecino y ciudadano a lo largo de toda su existencia, con un paréntesis estudiantil madrileño.
Sabía quién era desde que en un festival de lectura del Colegio La Salle de Barquisimeto, conocí su Afirmación frente al Marxismo, un librito delgado de cubierta vino tinto que nutrió tempranamente mi arsenal de polemista en la batalla ideológica por el corazón de la juventud de los sesentas. Pero mi admiración y mi afecto entrañable por quien sería mi amigo y consejero, nació cuando ambos formamos parte del equipo de gobierno de Luis Herrera Campins y compartíamos a Miraflores como lugar de trabajo, él como Ministro de Estado y yo como Secretario Privado del Presidente. Me ganaron su calidad humana, su entrega integral a la responsabilidad asumida y el absoluto convencimiento que lo animaba a luchar, a convencer y a hacer.
Ya era famoso por su obra La Revolución de la Inteligencia, ese manual simple y contundente, vendidísimo en librerías y discutido en todas partes, que en realidad es una lección sencilla de humanismo al alcance de quien quiera darse cuenta y recibirla. Humanismo que fue guía de su vida y que lo llevó a la política, porque político era la única definición de sí mismo que aceptaba. Un oficio al cual Machado reconocía la máxima dignidad y que él dignificó con su compromiso limpio, abnegado, apostólico.
Por saberlo militante del humanismo, le pedí prologar mi libro Militancia Humanista. Tenía treinta y un años, y la audacia de publicar cuando hace falta vivir y leer. El atenuante de la impaciencia juvenil lo invoco en mi defensa. Maestro al fin, en su texto generoso no faltó la advertencia. Al escribir, me dice, adquieres un “serio compromiso”, el de ser fiel “al aliento de los primeros sueños”.
Diputado, participante en el gabinete de tres Presidentes, ensayista y poeta, dirigente nombrado o espontáneo de campañas electorales, quiso ni más ni menos cambiar el mundo, pero el premio de una partida serena, tomado de la mano de Milagros, se lo ganó porque como en el Retrato de un cierto Machado sevillano, “Más que un hombre al uso que sabe su doctrina” fue “en el buen sentido de la palabra, bueno”.