Las voces de Penélope- Don Ramón Palomares

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“Para encantarme he venido”, parecía decirnos siempre aunque no lo supiésemos, Ramón Palomares, cada vez que llegaba a cualquier lugar donde la Poesía fuese su interlocutora, con ése hálito de pájaro leve, posado en la rama más verde del espacio más puro de cada uno de nosotros, iluminando verdores, ríos, flores de montaña, nieblas y páramos de la memoria, los suyos y los nuestros, en un retorno mítico que no dejó por fuera las grandes preguntas universales, desde esa capacidad de “Estar atento siempre, pendiente de ciertas zonas sensoriales, del sueño, de todo”, porque diría alguna vez, “tú asumes el pájaro y lo encuentras con un espíritu de bosque”.

“Para vivir el color violeta aquí me he posado”, afirmaba con la suavidad de quien ignora sin esfuerzo, el ego y escándalo de de compañeros de lecturas poéticas. El se posaba en el jardín de las palabras y esperaba atento el poema ajeno, acostumbrado a oír desde la infancia, no sólo a los vivos sino a los muertos. “Tú tienes que salirte del poema como lenguaje y entrar en el poema como la vida, como visión, como sensación, como aire, como piedra, como roce…”, enumeraba a manera de poética.

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“Estremezco las ramas, me estremezco yo”, le oíamos decir en su pausado y suavísimo acento a quien era dueño de una de las voces poéticas más importantes en nuestra lengua. Voz íntima que atravesara la mayor parte de su obra, nutrida de la cualidad de atender, desde muy niño a las voces del vecindario y los tonos del afecto familiar que formarían parte de sus primeros contactos con el lenguaje. Oidor y escritor en su caso, eran dos caras de la misma hoja.

“En el aire opuesto de flores”, que parecían acompañar siempre al que dejara su estela en los lugares por donde pasaba, con esa sonrisa tan suya y ese gesto de abrazar, inclinando la cabeza, como quien se cobija y cobija a su vez, a la manera de los pájaros. Pájaro que podía remontar su vuelo, libre y alto, como halcón que sobrevuela su destino. “Soy pequeño en esta dulce casa… nos dijo con su voz capaz de empinarse desde esas casas del lenguaje que suelen ser los buenos y grandes poemas.

“Soy ligero en esta ventana”, nos decía con esa delicadeza tan Ramón Palomares en los recitales, donde oía con mucha atención la palabra ajena sin imponer la suya, reclinando su cabeza y cerrando sus ojos de vez en cuando; asintiendo en silencio cuando el poema ajeno encendía rescoldos que parecían olvidados. Oídos con el alma, a veces nos miraba como si acabara de llegar o ya se hubiera ido de regreso a las montañas. Entonces lo dejábamos seguir ensimismado para esperarlo más adelante, con el corazón dispuesto a oír el murmullo del río que lo surcó desde siempre.
Paisano (1964), El Ahogado (1964); El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (1969), Adiós Escuque (1974), El viento y la piedra (1984), Alegres provincias (1988), Mérida, elogio de sus tres ríos (1985),Mérida, fábula de cuatro ríos (1994; De Lobos y Halcones (1997) y Vuelta a Casa (2004), entregan a la manera de veredas, una poesía difícilmente traducible dada la complejidad de registros lingüísticos y supra lingüísticos.

Su profundo conocimiento de la lengua le permitiría vadear sin dificultades, tonos y acentos emparentados con el costumbrismo, sujetos al esplendor lingüístico otorgado por quien conoce los secretos ríos y esplendores del lenguaje. No reprodujo el habla andina sino recreó la magia de un acento, una sintaxis y un universo propio de una región, que en las zonas rurales, más que hablar, susurra y más que contar, crea un reino mítico.
Quizás ahora, Ramón Palomares, haya ingresado a la Casa que nos espera a todos y recorra las otras veredas de seda y aire tendidas por la araña y abejas: “que conducen por un patio pequeño/al otro lado de la huerta/por donde vamos de regreso a “la casa”/pidiéndola, añorándola/ para con gajos de algún fruto muy denso /arrancarnos la sed que ha venido mordiéndonos”. No se va del todo: queda en sus poemas de los cuales sus lectores nos hemos apropiado hace mucho tiempo.

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