#Editorial: ¿Cuál crisis?

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Si algo está claro es que el Gobierno va por un lado y la población, es decir, el venezolano común y corriente, por otro muy distinto. Gobernantes y gobernados no parecen formar parte de una misma nación, de un mismo universo o concepto de sociedad. Persiste entre unos y otros una dicotomía pasmosa, que en estos instantes da la impresión de estar a punto de su inflexión definitiva.

Es sabido que una de las tentaciones del hombre en el poder es la de aislarse del resto de los mortales, antojarse invulnerable, eterno. Llegan a convencerse de que la gloria y los fastos del poder son para siempre y le pertenecen. El peligro es mayor cuando ese gobernante carece de una formación intelectual, política, o ética, que le diga, exactamente, cuál es su papel en la historia. Ebrio de lisonjas propende a la tiranía, se torna cruel. Y para nuestra desgracia, en Venezuela nos toca comprobar la certeza del aforismo acuñado en 1867 por Lord Acton: “El poder absoluto corrompe absolutamente”.

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Escuchar, por ejemplo, al hoy embajador en la ONU, Rafael Ramírez, cuando dice con su voz desganadamente petulante que él no cooperará con la investigación abierta en Estados Unidos en relación a los supuestos pagos de sobornos por 1.000 millones de dólares para asegurar contratos de Pdvsa, cuando estuvo bajo su presidencia, da cuenta de una degradación que raya en la insolencia. Asquea ver cómo en esta “potencia” socialista mientras la gente que no cae abatida en las calles a manos del hampa muere de mengua, por falta de medicinas o equipos, y es sometida a la humillación de las colas y a la escasez en la búsqueda del alimento para sus hijos; al propio tiempo que esa deprimente escena se desarrolla en un país que lo tuvo todo y lo perdió en los dados de una aventura trasnochada, una infame casta de privilegiados se da la gran vida, con absoluto descaro, al precio de nuestra miseria presente y futura.

“¿Crees que voy a aceptar la justicia de otro país?”, inc epó Ramírez al reportero que pudo abordarlo. Ellos escogen “su” tribunal, “su” juez, “su” ley. Tampoco admiten la interpelación del parlamento. No se sienten obligados a aclarar ninguno de los gruesos escándalos que los salpican. Uno de tantos, el blanqueo de 4,2 millardos de dólares en la banca de Andorra, como parte de una red corrupta que, otra vez, compromete a Pdvsa. Cumplido el milagro de quebrar y encenagar la gallina de los huevos de oro, fundan una industria petrolera en paralelo y se la confían al estamento militar, ahora con más poder, justo cuando densas sombras de sospechas hacen languidecer los soles de su dignidad.

Venezuela se cae a pedazos y una nación expectante, alarmada, se apresta a escuchar al Presidente en cadena televisada de cinco horas en las que enuncia “motores”, narra anécdotas, insulta. Habla de “líneas de acción” al voleo, que reinciden en los mismos fracasos, en las mismas gravosas omisiones. Enerva y desahucia su fofa receta contra la crisis. Decreta un aumento de salarios que, al igual que los 38 anteriores, se lo tragará la pavorosa inflación de todos los días. Ofrece una “revolución tributaria”, como si sacarle a una masa depauperada las escasas monedas que sobreviven en sus bolsillos fuese un prodigio digno de registrar en piedra. Vuelve a hablar de gaseosos convenios con China, India, Rusia. En fin, pinta una ilusión que la realidad desdibuja enseguida con ruda violencia.

“¿Cuál crisis, cuál crisis?” se desgañitaba el diputado oficialista Ricardo Sanguino en la Asamblea Nacional. Está visto que Gobierno y pueblo discurren por sendas diferentes.

Esas sendas podrán tornarse antagónicas, irreconciliables, en cuestión de semanas; y no es, precisamente, un pueblo esquilmado y humillado, el que está llamado a renunciar.

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