El país se derrumba, caen sus escombros a nuestros pies, y ya no es posible esquivar los trozos de nación que saltan humeantes por todas partes.
Más allá de la censura, la desinformación y la mentira proclamada verdad oficial, el pueblo, espontáneo e intuitivo, entiende que la patria se desplaza por una senda tachonada de incertidumbre, violencia y ruina. La sociedad civil, al lado de su dirigencia política, de todos los dolientes, en suma, de la democracia, la iniciativa privada y los valores inherentes a la libertad, demuestra acierto, fortaleza, claridad y unidad de criterios, así como una diestra cautela, en esta hora crucial. Las lecciones han sido aprendidas. De pie, los venezolanos se aferran a su razón, al clamor de sus dolores, al ardor que le infunden sus temores, a su reverdecida esperanza.
No hay espacio para la indiferencia social cuando huelga la trágica evidencia de que las divisas ahora insuficientes para abastecer de alimentos y medicinas a la población, mantener abiertas las universidades, rescatar los servicios públicos y una infraestructura desastrosa, fueron depositadas en cifras inconmensurables en los paraísos fiscales del mundo, y convertidas en propiedades en Europa y en los exclusivos urbanismos del Imperio que tanto maldicen con desvergonzada hipocresía.
Es una quiebra moral que ha permeado a todas las esferas de un poder que socializa la ineptitud, rinde culto al mal y democratiza la corrupción. Lo muestra el caso de los oficiales sorprendidos en Mérida hace unos días con casi 500 kilos de cocaína transportados en los compartimentos doble fondo de un vehículo militar. Nos lo restriega en la cara, asimismo, el reporte sobre la granada lanzada a la casa de un jefe policial de Villa de Cura, Aragua, tras negarse a devolverle a “El Niño Guerrero”, otro célebre pran, un camión decomisado, el cual iba repleto de licores camino a la “pacificada” cárcel de Tocorón, para alegrar una fiesta de fin de semana.
Prueba asimismo este insostenible desbarajuste, la destitución de un fiscal en Barinas, luego de haber ordenado el arresto de trece personas acusadas de ecocidio, porque uno de los involucrados en la presunta comisión del delito era un pariente del gobernador, es decir, un intocable miembro de la familia real.
¿Qué puede esperarse, en consecuencia, de una pléyade de jueces provisorios emplazados sin criterio ni doctrina en los estrados del país; y, no menos inquietante aún, a qué cátedra tan retorcida asisten los estudiantes de Derecho, cuando el más alto tribunal, el TSJ, se atreve a violar en forma sistemática el texto de la Constitución, y el propio sentido de su delicado ministerio? Desconocer las facultades que la Ley fundamental le asigna al parlamento comporta la aberración de un poder originario, recién electo mediante el voto abrumador del pueblo, pero desconocido y asaltado por un poder derivado. Un salvaje acto de piratería de los magistrados que la AN nombra y, una vez llenados los extremos de ley, puede incluso remover.
El milagro de reavivar, a lo Frankenstein, el Decreto de Emergencia Económica, cuyos perjuicios fácilmente previsibles por repetir y profundizar una receta fracasada, la oposición buscó evitarles a los venezolanos, representa, en opinión de Gerardo Blyde, “la decisión más grave, peligrosa y usurpadora”, pues toca garantías constitucionales. El Presidente podrá dictar, a su real saber y entender, las medidas no definidas que, de hecho, le otorga un Estado de Excepción.
En tan enrevesado contexto, no pudieron ser más oportunas, y gallardas, las palabras de Miguel Ignacio Mendoza, “Nacho”, en la Asamblea Nacional, el Día de la Juventud. “El miedo se tiene que acabar”, incorporó el talentoso artista a la letra de una canción hecha discurso de orden, inspirada en su irreverente amor por el país. Esa misma noche las hienas de VTV se ensañaron con él. A falta de argumentos capaces de reforzar la insidia según la cual él forma parte de una conspiración empeñada en el imposible de dañar los “logros” de la revolución, le enrostran el no haber repetido una de las estrofas del Himno Nacional, al entonarlo en un estadio. Pecado venial, leve, al lado de los desprecios y porrazos que el poder le asesta día tras día a principios consagrados en esas mismas notas solemnes, como dos reproches, históricos y actuales, que allí se hacen: “Abajo cadenas” y “Muera la opresión”.
Buenas, solventes y memorables las palabras de “Nacho”. Sin duda su mejor concierto.