Uno no sabe si en el gobierno hay conciencia de la gravedad y profundidad de la crisis que se vive en nuestro país. La perplejidad ante problemas que se complican cada día, la repetición de un discurso gastado cuya credibilidad merma aún entre su propio público, la insistencia en recetas probadamente ineficaces, hacen pensar que no se sabe, no se quiere o no se puede afrontar una realidad que por donde se la mire se le viene encima. Se le viene al gobierno, claro, pero se nos viene a todos los venezolanos.
Hasta encuestadoras como Hinterlaces que han servido, con fidelidad y consecuencia, a la propaganda del gobierno reconocen hechos que son abrumadores. 85% siente que el desabastecimiento está empeorando. Ocho de cada diez personas apoya una alianza entre gobierno y sector privado. Pero el gobierno, mientras algunos de sus personeros se abren a conversar, aunque hablan de nueve motores como si estos pudieran servir de algo desconectados del resto del aparato, otros, o incluso los mismos en otro momento, no renuncian al discurso de la “guerra económica” y plantea un proyecto de agricultura urbana en Caricuao, sin entender lo que ha causado los severos problemas de todo tipo que afectan a la agricultura y la ganadería en el ancho medio rural. Ni siquiera los gremios paralelos pro-oficialistas se atreven a garantizar que habrá la producción necesaria para que la gente coma.
El racionamiento eléctrico obligará a reducir jornada en los centros comerciales. El hecho afectará bancos, oficinas, farmacias, automercados. La autogeneración eléctrica que se les pide es, en muchos casos, difícil de cumplir. Tras años de crisis en el servicio de electricidad, la creación de un ministerio del ramo y el paso de varios ministros por ese despacho, uno se pregunta cómo estaría la situación si la economía no hubiera caído tanto en los últimos años. No está nuestro sistema eléctrico en condiciones de soportar una actividad económica normal.
La canasta básica de un mes requiere los salarios mínimos de más de un año. Un salario mínimo alcanza apenas para nueve de los cincuenta y ocho productos de la canasta alimentaria. Cien bolívares de 2008 equivalen a dos mil seiscientos en 2016.
No es juego. Y no menciono la angustiante situación de los medicamentos e insumos para atender requerimientos de salud, en hospitales y clínicas. La crisis del servicio de agua pues no hay ciudad del país que reciba agua en la cantidad o la calidad necesarias. El icónico Hospital Vargas de Caracas lleva tres días sin agua cuando escribo esta nota. Tampoco los deletéreos efectos de la impunidad, como el asalto al arsenal de la Casa Militar en Aragua, o que lancen ¡una granada! al CICPC durante enfrentamiento en La Rinconada, o asalten a los pasajeros de un vagón del Metro de Caracas.
Tomar conciencia de la crisis. De su magnitud inescapable. De su urgencia. Es imperativo para todos. Empezando por el gobierno de la República. Ignorarla solo servirá para empeorarla, y para que el país se adentre en los oscuros y pantanosos predios de la incertidumbre. Esos que nadie sensato puede querer.