Del Guaire al Turbio – Setenta años atrás

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Había pasado el tormentoso segundo semestre de 1945. Entramos a 1946 con la recién estrenada Junta Revolucionaria de Gobierno presidida por Rómulo Betancourt. Uno de los primeros decretos de ésta fue instalar los juicios de peculado para los integrantes de gobiernos anteriores, principalmente los que acompañaron a Juan Vicente Gómez. A este grupo pertenecía papá y encabezaba la lista de todos por la inicial de su nombre.

Cuando la elaboraban, muchos fueron borrados por parentesco, amistad o favores recibidos; alguno menos ingrato, de los numerosos favorecidos por Antonio Álamo, quiso hacerlo, pero Betancourt exclamó, con su poco agraciada voz: “¡A este viejo no me lo borra nadie!” ¿Qué le cobraba? Nada personal ni político, sólo haber sido un intelectual en las filas del gomecismo. Rafael Caldera fundó el partido socialcristiano Copei, el 13 de enero de ese año, poco después, el 24, cumpliría 30 años.

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En aquella época todo se sucedía aceleradamente. No pasó tanto tiempo y no sé por qué presiones, pero el novato gobierno resolvió la revisión de los juicios de peculado. Nombró un tribunal presidido por el Dr. Antonio Puppio; su esposa, Carmen Lucrecia González, fue mi compañera en los dos años de bachillerato que cursé en el Colegio San José de Tarbes.

Éramos amigas, el abogado de papá lo sabía y le pareció oportuno un encuentro mío con su colega. Lo propició con la invitación al bautizo de un hijo. Me presenté con un flamante traje rojo de pies a cabeza, regalo de mamá por mi cumpleaños; como estaba muy gorda, debo haber parecido una piñata. Hablaba con Puppio, cuando éste señaló: “Mira, ahí está tu jefe, ¿no lo has saludado?”  Era Rafael Caldera. Como yo, por razones obvias, no podía ser adeca, Puppio dio por hecho que era copeyana. No lo conozco, le dije. “¿Cómo? Mire, Dr. Caldera, una correligionaria suya que no lo conoce” y me presentó a líder mientras agregaba: “Pero fíjese de qué color está vestida…”  Y yo, rauda: ¡Soy daltónica, Dr. Caldera!

Veintitrés años habían pasado cuando entré a Miraflores –vestida de verde total- el día de la toma de posesión del nuevo presidente de Venezuela, Rafael Caldera. Cuatro veces había votado por él y a la quinta fue la vencida. Largo camino y, como escribí en aquellos días en “Estampas” de El Universal, valió la pena, aunque hubiera ganado en el trayecto unas cuantas canas, perdido unos cuantos kilos…  ¡y la juventud!

El 24 de enero de este 2016, llegué, impedida y vacilante, ayudada por brazos amigos, a la casa de fiestas La Esmeralda. Se celebraba, con el bautizo de un libro sobre su vida, emotivos discursos y un brindis de vino espumoso y los criollos tequeños, el centenario del nacimiento del Dr. Caldera. Gratísimos momentos en compañía de sus hijos, sus nietos y la amplia familia de amigos y admiradores. Setenta años después de aquel 1946 revoltoso y decisivo, con protestas estudiantiles por el discriminatorio decreto 321, campaña para elegir diputados de la asamblea constituyente y, ¡hasta Manolete toreando en Maracay…!
También decisivo este 2016 para salir de 17 años de pesadilla y tiranía.

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